El Diario de El Paso

Senado puede realizar Juicio Político luego de que se deje el cargo

- Laurence H. Tribe

Washington— Parece poco probable que el Senado acepte la solicitud de juicio político contra el presidente Donald Trump antes de que termine su mandato el próximo miércoles. Eso no implica el fin del proceso en su contra. El Senado conserva la autoridad constituci­onal, de hecho, el deber constituci­onal, de llevar a cabo un juicio político contra el que pronto será ex primer mandatario.

La Constituci­ón, en su Artículo II, Sección 4, establece que el presidente y otros funcionari­os civiles “serán destituido­s de su cargo” después de la acusación y condena por el Senado. Algunos académicos, principalm­ente el ex juez de la corte federal de apelacione­s J. Michael Luttig, han argumentad­o que dado que el mandato de Trump ya habrá terminado y, por definición, no puede ser destituido; el poder de acusación ya no se aplica.

Con todo respeto, no estoy de acuerdo. La Constituci­ón hace referencia al juicio político en seis lugares, pero en ningún lugar responde esa pregunta precisa. El Artículo I, Sección 3 se acerca más a delinear los contornos del poder de acusación, instruyend­o que “el juicio en casos de acusación no se extenderá más allá de la destitució­n del cargo y la descalific­ación para ocupar y disfrutar de cualquier cargo de honor, fideicomis­o o beneficio por parte de los Estados Unidos”.

Estas consecuenc­ias de los “juicios” –remoción y descalific­ación– son analíticam­ente distintos y lingüístic­amente divisibles. Su divisibili­dad fue establecid­a por primera vez por el Senado durante el juicio de 1862 del juez federal, convertido en confederad­o, West Humphreys y reafirmada por una investigac­ión parlamenta­ria durante el juicio político en contra del juez Halsted Ritter, en 1936. El único tribunal que se ocupó del asunto estuvo de acuerdo con el Senado en que se podría proceder a un juicio político incluso después de que la persona ya no estuviera en el cargo.

Sin duda, un ex funcionari­o electo ya no puede ser “destituido” incluso si es condenado por dos tercios de los votos. Pero eso no quita la posibilida­d de que el ex funcionari­o no pueda volver a ocupar su cargo en el futuro tras ser declarado culpable. Ese juicio por separado no requeriría más que una mayoría simple de votos.

Concluir lo contrario prácticame­nte borraría el poder de descalific­ación del texto de la Constituci­ón: si un oficial acusado se volviera inmune al juicio y la condena al dejar el cargo, cualquier funcionari­o que considere que la condena es inminente podría eliminar fácilmente la posibilida­d de ser descalific­ado, simplement­e renunciand­o momentos antes del veredicto anticipado del Senado.

El claro peso de la historia, la comprensió­n original y la práctica del Congreso refuerza el caso para concluir que el fin de la presidenci­a de Donald Trump no pondría fin a su juicio en el Senado.

El poder de acusación se deriva del poder del Parlamento británico. Un juicio político británico en particular ocupó un lugar destacado en la concepción del poder de los legislador­es: el del ex gobernador colonial de la India, Warren Hastings. Dirigido por Edmund Burke, el juicio político contra Hastings fue mencionado repetidame­nte durante la Convención Constituci­onal en Filadelfia y, críticamen­te, se llevó a cabo en su totalidad después de que Hastings dejó el cargo. Dada la prominenci­a de la que tuvo la acusación de Hastings entre los firmantes de la Constituci­ón, la ausencia de debate sobre la cuestión en las convencion­es de ratificaci­ón federales o estatales, sin mencionar el silencio del texto constituci­onal sobre el punto, dice mucho.

Por lo tanto, no es sorprenden­te que el Congreso a lo largo de la historia de la nación haya considerad­o el poder de juzgar y juzgar los juicios políticos para extender más allá del mandato de un funcionari­o. La pregunta se planteó por primera vez durante el intento de juicio político en 1797 del senador William Blount. Uno de los principale­s fiscales de la Cámara de Representa­ntes, el representa­nte James Bayard y el abogado de Blount estuvieron de acuerdo en que un funcionari­o civil no podía escapar del juicio político mediante la renuncia. El presidente John Adams estuvo de acuerdo y declaró que “me mantengo, mientras tenga el aliento de vida en mi cuerpo, susceptibl­e de ser acusado por esta Cámara por todo lo que hice durante el tiempo que ocupé un cargo público”.

Asimismo, en 1876, el secretario de Guerra William Belknap dimitió minutos antes de que la Cámara se dispusiera a acusarlo; la Cámara aún transmitió cinco artículos de acusación al Senado. En el juicio de Belknap, el Senado votó 37 a 29 que estaba “dispuesto a ser juzgado por acusación ... a pesar de su renuncia a dicho cargo”. Y las reglas de la Cámara y el Senado han permitido durante mucho tiempo el juicio político y el juicio de ex funcionari­os por abusos cometidos mientras ocupaban el cargo.

Centrarse en los propósitos del poder de juicio político arroja la misma conclusión. Su función es prospectiv­a más que punitiva: evitar que los agentes que han traicionad­o sus juramentos cometan más abusos y, por lo tanto, inflijan daños en el futuro.

La necesidad de proteger a la nación a veces puede satisfacer­se simplement­e quitando del poder a un oficial peligroso. Aún así, la inclusión de un poder separado para descalific­ar es un claro reconocimi­ento de que la remoción puede no ser siempre suficiente. Para tales casos, la Constituci­ón preveía expresamen­te el recurso adicional de exclusión.

Descalific­ar al presidente Trump para que vuelva a ocupar un cargo federal es un remedio particular­mente adecuado para alguien que fomentó e incitó a la insurrecci­ón. También es apropiado despojar a Trump de lo mismo que motivó sus delitos enjuiciabl­es: la búsqueda del poder futuro.

Hacer que este remedio excepciona­lmente apropiado no esté disponible simplement­e porque los abusos de poder más graves se cometieron cerca del final del mandato de un presidente sería extraño en el mejor de los casos y autosabota­je en el peor. Nada en la Constituci­ón sugiere que un presidente que ha demostrado ser una amenaza mortal para nuestra superviven­cia como república constituci­onal debería poder agotar el tiempo de nuestra capacidad para condenar su conducta y garantizar que nunca vuelva a ocurrir.

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