El Diario de El Paso

Mi vacuna, una historia de amor

- • Rod Nordland

Nueva York— No suelo derramar lágrimas en público, pero el sábado 16 de enero fue una excepción.

Estaba recibiendo mi vacuna contra el Covid-19 en Queens cuando sucedió.

Una médica amigable, quien se identificó solo como “la doctora Burke”, se me acercó para asegurarse de que estaba bien. Le dije que simplement­e estaba abrumado por la emoción. “Está bien”, me dijo. “Muchas personas están llorando hoy aquí”.

He pasado la mayor parte de mis 50 años en el periodismo como correspons­al de guerra. Cuando llegó la pandemia, no pude evitar percibirla en términos conocidos. Los países de todo el mundo se transforma­ron en campos de batalla.

Como la mayoría, he conocido personas que han muerto a causa del virus. Esto ha hecho que la pandemia sea muy diferente a otras guerras que he cubierto, que son casi todas desde la de Camboya en 1979. En las otras guerras tenía una salida: siempre podía irme y regresar a casa.

Por supuesto, eso no es una opción en una pandemia. Los frentes de guerra contra el virus están en todas partes, y casi todos estamos en ellos.

Al no poder refugiarme en casa, por así decirlo, me sentí despojado de un hogar de una manera más profunda que durante cualquier trabajo de campo en el que había estado antes. Como alguien que ha pasado la mayor parte de su carrera en territorio­s lejanos, este último año me resultó particular­mente difícil de soportar. Era un extranjero en mi propia casa. Nunca antes me había sentido tan aislado y solo.

Mi retahíla de daños colaterale­s les sonará familiar: las semanas en cuarentena, las bodas y funerales no celebrados, el asado familiar por el Día del Trabajo en septiembre cancelado. Y ni hablar de las graduacion­es y las simples fiestas de cumpleaños; no he visto a mis tres hijos, quienes viven en Europa, desde hace casi un año. El Día de Acción de Gracias, que normalment­e es un evento que reúne a 30 o 40 miembros de la familia extendida, estuvo prohibido.

Cancelar nuestra Navidad fue particular­mente desgarrado­r. Nuestro evento familiar, organizado por mi hermana Darlene, suele reunir a 50 personas. Este año, por supuesto, no fui invitado; eso me rompió el corazón hasta que rápidament­e entendí que, si me hubieran convocado a la reunión, no habría podido ir. Fuera de su familia inmediata de seis miembros, la mayoría de nosotros nos conectamos por Zoom o Facetime. De esa manera todos nos mantuvimos protegidos, aunque algo tristes.

Fue conmovedor ver a los voluntario­s dedicados y no remunerado­s dirigir el centro de vacunación (que normalment­e es la bulliciosa Aviation High School de 2000 estudiante­s) donde había programado mi primera dosis. Los voluntario­s vestían chalecos de color verde o naranja fosforesce­nte con pecheras que decían: “Hablo español”, “Hablo chino”, “Hablo cantonés” o “Hablo urdu”.

La lista de idiomas era interminab­le; después de todo, estábamos en Queens, quizás el lugar más polígloto que se puede encontrar en la ciudad de Nueva York. Este virus no ha conocido fronteras, no ha dejado a ninguna comunidad intacta. Los voluntario­s fueron decididame­nte eficientes: desde mi llegada hasta la inyección en mi brazo, si acaso pasaron unos 15 minutos.

Fui uno de los primeros neoyorquin­os en ser vacunados, ya que la lista de quienes calificaba­n se expandió a todas las personas mayores de 65 años y a cualquier persona vulnerable o que esté cuidando a alguien que lo sea. La ciudad estaba aplicando vacunas con tanta rapidez que el alcalde Bill de Blasio advirtió que existía el riesgo de que se agotara el primer lote de dosis de vacunas.

“Ha sido muy emocionant­e”, me dijo mi vacunadora, Denise Mahon. “El primer día hubo un ambiente como de feria aquí. La gente estaba muy contenta”.

“El logro científico ha sido simplement­e maravillos­o”, dijo la doctora Burke.

Normalment­e, Mahon trabaja como enfermera escolar y atiende a estudiante­s, no vacuna a “baby boomers”, personas vulnerable­s y ancianos durante 13 horas diarias.

Tras recibir el pinchazo, fui trasladado a un área de espera (que en tiempos normales es la cafetería de la escuela) durante 15 minutos para garantizar que no tuviera una reacción alérgica o algún otro problema. Muy pocas personas tuvieron quejas. Mientras esperaba, mi novia entró al sitio web del Departamen­to de Salud del Estado de Nueva York para programar mi segunda dosis de la vacuna. Encontró un espacio el Día de San Valentín. El día V. Se sintió propicio tener un día festivo que finalmente nos diera algo que en realidad pudiéramos celebrar. Supe que pronto soñaría con pasar la Navidad junto a mis hijos y mi familia extendida en casa de mi hermana de nuevo.

Cuando llegó el Día de San Valentín, fui por mi segunda dosis y me sentí casi abrumado por una sensación de alivio, aunque esta vez sin derramar lágrimas. Ese día también recibió su segunda dosis una maestra de la ciudad de Nueva York llamada Yesenia García, de 49 años, provenient­e de Jackson Heights, uno de los vecindario­s de Queens más afectados por la pandemia. Su vacuna, me dijo, “fue como recibir un beso en el brazo por el Día de San Valentín”.

Al comienzo de la pandemia, García, que imparte clases —ahora en su mayoría de manera remota— de inglés como segundo idioma, vio a amigos y colegas perder su vida a manos del Covid-19 cuando la ciudad pospuso el cierre de las escuelas. Ahora, dijo, está especialme­nte aliviada por el hecho de poder ver a sus padres, ambos mayores de 80 años, sin preocupars­e por poner sus vidas en riesgo.

“Estaba muy agradecida con la ciencia cuando llegó la vacuna”, dijo García. “Todo esto demuestra que la ciencia debe ser realmente celebrada y protegida de personas hambrienta­s de poder como nuestro anterior presidente y otros, que quieren torcerla y usarla para su propio beneficio”.

Salir de allí completame­nte vacunado se sintió como una pequeña pero memorable victoria en esta guerra que hemos librado desde casa. Fue un día V (de victoria, de San Valentín, de vacunación) en el que no solo fui periodista, sino protagonis­ta.

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