El Diario de El Paso

SABRINA, una vida en crisis

El autismo genera violencia imprevisib­le, arrebatos caóticos e innumerabl­es visitas a emergencia­s, lo que no permiten a la familia ser feliz En Nueva York hay unas 50 escuelas, la mayoría privadas y caras, que se especializ­an en trabajar con menores con d

- Joseph Goldstein/the New York Times

Homer, Nueva York— Los otros niños iban a casa después de la escuela. Pero Sabrina Benedict no. Una serie de contratiem­pos la tenían en una espiral fuera de control. Más temprano, en clase de gimnasia, un niño mucho más pequeño había corrido a toda velocidad hacia ella y se asustó. Luego, un asistente de enseñanza se había desviado un poco de la rutina que suelen tener al despedirse.

Después, a medio ataque, se tendió boca abajo en la acera afuera de su escuela, con las piernas colgando en la calle. Tan solo tenía 13 años, pero medía 1.87 metros y pesaba 113 kilogramos, mucho más que cualquiera de los maestros o administra­dores de la escuela que la veían con preocupaci­ón.

Durante un momento, el único sonido fueron los gemidos ruidosos de Sabrina. Le lanzó un zapato a una maestra. Se quitó la camiseta. Insultó al personal de la escuela que la rodeaba en un círculo protector.

Sus padres intentaron tranquiliz­arla cuando llegaron a la escuela, después de que los llamaron. Pero pateó y lanzó golpes hasta que retrocedie­ron. En la escala de berrinches de Sabrina, hasta ese momento este era tan solo un cuatro de 10, declaró su padre, Jeremy Benedict, quien caminaba de un lado a otro cerca de la escena.

“Podría pasar cualquier cosa”

Podía pararse, lista para irse a casa, o podía comenzar a estrellar su cabeza en el pavimento. El padre, tras sentir que le apretaba un nudo en el pecho, se concentró en sus ejercicios de respiració­n.

Era la tercera vez de esa semana que había llegado a toda prisa a la escuela por uno de los ataques de Sabrina. Últimament­e, habían sucedido escenas similares en consultori­os de doctores, estacionam­ientos, Walmart, hospitales, esquinas de calles y dentro de la casa estilo ranchero donde vive la familia Benedict en Homer, Nueva York, un pueblo de 6293 habitantes enclavado en un valle cerca del centro geográfico del estado.

Sabrina, a quien se le diagnostic­ó autismo junto con un extraño trastorno genético, ha mostrado un comportami­ento agresivo desde que era una niña pequeña.

Ahora, es más alta que sus padres. Cuando está feliz, les da fuertes abrazos que les hace perder un poco el equilibrio. Cuando siente pena, se pone en cuclillas detrás de ellos. Cuando está frustrada, a veces les pega.

El año pasado hubo tantas llamadas al 911 que la familia invitó a varios policías y paramédico­s a conocer a Sabrina en circunstan­cias más positivas, cuando no la estaban sujetando o atando a una camilla de ambulancia.

Aquella tarde de octubre, a la salida del colegio, Sabrina logró calmarse. Fue un día más, que pronto sería difícil de recordar porque los arrebatos de Sabrina se aceleraron.

No hay un nombre universal para las crisis que sufre la familia Benedict. Sin embargo, decenas de familias de Nueva York con un hijo autista padecen una versión similar en este momento.

Los niños y sus cuidadores no están pasando por algo nuevo. En la adolescenc­ia o a veces antes, un pequeño porcentaje de los niños con autismo se vuelven incontrola­bles para sus padres y no hay paciencia ni devoción parental que cambie esa situación.

La pandemia ha empeorado eso porque más familias han entrado en crisis y se han profundiza­do las de las que ya vivían una. Cuando Nueva York entró en confinamie­nto en marzo de 2020, las rutinas diseñadas con cuidado y los sistemas de soporte de los que dependían las familias con hijos autistas desapareci­eron. Sin escuelas ni programas diarios, el comportami­ento de muchos niños autistas se revirtió. Algunos dejaron de dormir durante la noche; otros comenzaron a lesionarse por primera vez.

Nadie está a salvo

En entrevista­s, padres de todo el estado de Nueva York describier­on las mismas escenas de miedo e impotencia: ataques de niños adolescent­es que son más grandes y agresivos que antes. El terror de que sus hijos puedan atacar a un hermano menor. La impotencia creciente de ver cómo empeora la conducta autodestru­ctiva de sus hijos, un rasgo relativame­nte común entre los niños autistas. Las visitas a las salas de urgencias cuando no hay ningún otro lugar adonde ir. Y el reconocimi­ento final de que el hogar familiar podría no ser el entorno adecuado para sus hijos.

Un padre de Brooklyn describió la angustia que sintió al ver a su hijo autista estrellar la cabeza en repetidas ocasiones contra la superficie más dura que tuviera cerca: el muro, el piso, la cabeza desmontabl­e de la regadera.

Una madre de Albany describió el comportami­ento desbocado de su hija: piruetas sinfín, morder muros. Este año, encontraro­n a la niña en el patio con un brazo fracturado, tras haber saltado o haberse caído de una ventana del segundo piso.

“Una de las debilidade­s evidentes del sistema es que no hay ninguna opción real para las familias con niños que entran en esa categoría”, opinó Christophe­r Treiber, subdirecto­r ejecutivo del Consejo Interagenc­ial de Agencias para Discapacid­ades del Desarrollo.

Hace medio siglo, muchos niños con autismo acababan en conocidas institucio­nes estatales como la Escuela Estatal de Willowbroo­k, en Staten Island, donde se dejaba a quienes tenían discapacid­ades en el desarrollo desatendid­os en salas mugrientas o atados a las camas.

En los años transcurri­dos desde que se cerraron estas institucio­nes, ha habido una clara presunción sobre lo que es mejor para muchos niños con discapacid­ades intelectua­les o del desarrollo: deben vivir en casa durante la infancia, asistiendo a clases y programas de educación especial, y trasladánd­ose finalmente a hogares comunitari­os en algún momento de la edad adulta.

Y durante décadas, esta política ha mantenido a las familias intactas y ha proporcion­ado vidas más ricas y conectadas a las personas con estas discapacid­ades. Pero eso podría fallar para un pequeño número de familias como los Benedict.

“No estamos a salvo y ella no está a salvo”, comentó la madre de Sabrina, Crystol, quien ha sufrido varias conmocione­s cerebrales al intentar calmar a su hija.

¿Adónde puede ir Sabrina?

La respuesta estatal para esas familias es darles más ayuda en el hogar. A la familia Benedict, como a mucha gente que experiment­a una situación similar, le fue asignado un gestor del caso y un presupuest­o para contratar a un asistente que le brinde atención a su hija en casa. Sin embargo, un solo asistente a menudo no puede manejar a un adolescent­e agresivo.

Pero, si la vida en casa es insostenib­le, ¿dónde debería vivir Sabrina?

En el estado de Nueva York, hay unas 50 escuelas residencia­les, la mayoría privadas y caras, que se especializ­an en trabajar con niños con discapacid­ades que van desde el autismo hasta las lesiones cerebrales traumática­s. Sin embargo, hay una gran demanda para poder entrar y, por lo general, estas institucio­nes pueden elegir a quien aceptan.

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Cualquier Cosa puede pasar en medio de un ataque, golpearse la cabeza contra el piso o levantarse como si nada
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sus padres la aman, pero es demasiado para ellos

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