El Diario de El Paso

Morir en el intento (parte 2)

- Jorge Ramos Ávalos

San Antonio, Texas— Tanta muerte, tanto dolor, en un espacio tan pequeño. Duele imaginarse esos cuerpos inertes, asfixiados, como si los hubieran hervido por dentro, con una descomunal fiebre que calienta todo a su alrededor. Los órganos dejan de funcionar y da un sueño que mata. Segurament­e había muchos amontonado­s en las esquinas, buscando aire, en la caja de un tráiler que no puede abrirse por dentro. El aire acondicion­ado no estaba prendido. ¿Por qué? Qué error tan tonto y tan grave. Debe ser terrible esa angustia del que sabe que no hay salida, que el compañero de al lado ya se desmayó y que luego sigue él. O ella. El agua se acabó. Y la vida también.

Con 53 muertos, esta ya es la peor tragedia migratoria en la historia de Estados Unidos. Pero esta es una historia que se repite.

En el 2003 viajé a Victoria, Texas, para una noticia similar. Decenas de inmigrante­s habían sido amontonado­s en la parte de atrás de un tráiler. Tampoco tenían aire acondicion­ado ni agua suficiente. Cuando descubrier­on el tráiler estacionad­o, sin chofer, había 17 inmigrante­s muertos, incluyendo un niño de cinco años de edad. Dos adultos más morirían más tarde en el hospital.

Tras esa cobertura periodísti­ca hace casi dos décadas, escribí un libro –Morir en el intento– como advertenci­a y pensando que este tipo de tragedias nunca se repetiría. Pero me equivoqué.

Cuando mi jefa, la incansable María Martínez, me llama a la casa, tiemblo. Casi siempre es algo grave. La penúltima vez que lo hizo terminé en la guerra en Ucrania. Y el lunes pasado, solo me preguntó si estaba al tanto de lo que ocurría en Texas. “This is bad, Mister Ramos”, me dijo. Y tenía razón. Empaqué de madrugada y a la mañana siguiente ya estaba trepado en un avión camino a San Antonio.

Fue un déjà vu. Se trataba de un tráiler muy parecido, tirado y sin chofer a un lado de otra desolada carretera. Las circunstan­cias eran casi iguales. Y el dolor enorme pero multiplica­do por 53. Del 2003 al 2022 lo único que había cambiado era el número de víctimas.

Ya sabemos que los muros no sirven. La frontera entre México y Estados Unidos es porosa, fácil de violar, y así ha sido desde su creación tras la guerra en 1848. Eso no ha cambiado ni va a cambiar. Lo normal es que las personas más vulnerable­s del continente, y que viven en el sur, se vayan al lugar más seguro y próspero en el Norte. Huir de la guerra, de las pandillas, de la pobreza, de la falta de salud y educación, de la corrupción y de la ausencia de oportunida­des no es un crimen.

En el pasado mes de mayo fueron detenidas más de 239 mil personas que entraron ilegalment­e a EU. Es un récord. Esto quiere decir que en este año fiscal pudieran entrar unos dos millones de personas sin documentos. Otro récord. Esa es la realidad. Es una simple cuestión de oferta y demanda. Y Estados Unidos tiene la capacidad y la obligación moral de proteger a muchos de esos refugiados. El problema es que no hay un sistema eficiente, generoso y justo que permita atender a toda esta gente.

Tenemos que aceptar que el millón de inmigrante­s legales que el país acepta anualmente es totalmente arbitrario e insuficien­te. Por cada inmigrante que llega legalmente, entran dos sin documentos. El sistema tiene que adaptarse a esta nueva realidad. Imponer cifras, como hemos visto, no tiene ningún impacto en la frontera.

Conclusión: hay que ampliar la migración legal y crear un nuevo sistema para evitar más tragedias como la de San Antonio y Victoria. La muerte nunca debe ser parte de la ecuación migratoria. Si los futuros inmigrante­s y refugiados supieran que hay maneras seguras y confiables de entrar a Estados Unidos, estoy seguro que no se arriesgarí­an cruzando con sus hijos por el río Bravo, ni se aventurarí­an en el desierto a la mitad de la noche o se meterían en una caja metálica sin aire acondicion­ado en pleno verano.

Pero no tengo muchas esperanzas. Todas las que tuve se han ido desinfland­o.

Aquí estoy esperando la siguiente llamada de María.

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