El Diario

Expandiler­o de Los Ángeles: “La deportació­n mejoró mi vida”

Jorge Flores reconoce que tras una vida de abusos pudo reencauzar su camino

- MÉXICO

Gardenia Mendoza

B@ GardeniaMe­ndoza La razón por la que Jorge Flores se volvió pandillero fue su gusto por las mujeres. Él nunca entendió por qué ellas se mostraban atraídas por los hombres de “El Barrio”, quizás por la imagen de hombres rudos que no temen al enfrentami­ento físico ni a la autoridad o porque los chicos malos tienen cierto atractivo sexual para algunas mujeres.

El caso es que esa era la realidad en su círculo de South Gate, condado de Los Ángeles, en 1987.

Jorge cursaba el onceavo grado en High School, cinco años después de haber llegado a Estados Unidos junto con su familia emigrante de El Mogote, una ranchería ubicada al norte del estado de Guerrero, cuando uno de sus compañeros de clase lo llevó a unirse a la pandilla llamada Kansas Street.

Al principio no hacía más que pararse en las esquinas, beber alcohol, fumar un poco de “primo” (una mezcla de marihuana y cocaína), reírse, mirar pasar a la gente y así pasaban las chicas contoneánd­ose con sus pantalones cortos de verano, sus miradas insinuante­s y sonrisas coquetas. Así llegó a hacerse de tantas conquistas que per- dió la cuenta. “Muchas amigas con derecho”, recuerda más de 30 años después mientras trabaja en uno de los cerros de El Mogote donde hoy vive después de su deportació­n en 2012 y tras una transforma­ción tan positiva que su propia familia, amigos y paisanos están sorprendid­os.

“Es impresiona­nte”, dice Mardonio Reyna, un empresario de California hijo de oriundos de la misma población donde hoy tiene un restaurant­e y comparte tiempo entre los dos países. “A veces la vida te da lecciones que te hacen ser mejor persona”.

Jorge dejó los estudios para meterse de lleno a la vida de El Barrio que tenía bajo su control ocho calles entre mexicanos, salvadoreñ­os y guatemalte­cos para venta de droga. Él no quiso entrar a ese negocio sino hasta después de los 30 años. Antes se conformaba con trabajos que agarraba de vez en cuando y con sus conquistas: con algunas llegó a más, a relaciones más o menos serias como para parir cuatro hijos.

Cuando los gastos comenzaron a apretar sus bolsillos se metió a vender crystal (metanfetam­ina). “Era un gran negocio: vendía uno que otro paquete y me alcanzaba para vivir con eso varias semanas, ¡sin trabajar!”.

Su “paraíso” duró algunos años hasta que lo agarró la policía. Estuvo dos años preso, salió, lo echaron del país por no tener documentos de estancia legal, pero una semana después Jorge Flores estaba de regreso en Los Ángeles y en la venta de droga.

Esta última etapa duró apenas nueve meses. La autoridad le cayó arriba y lo condenó a cuatro años de prisión federal en Carolina del amar a Dios en tierra ajena.

Una noche mientras dormía tran- quilamente a lado de otros presos del grupo al que se unió para sobrevivir –en la cárcel no se puede soloun grupo de “norteños” (del norte de California) los atacó. Eran 24 contra nueve. Fue una carnicería. Ninguno murió pero tres fueron a dar al hospital y ahí permanecie­ron semanas.

Esa fue la peor experienci­a de Jorge. Y también la mejor pues la lleva en el corazón y en el día a día. “Ahí aprendí a ser disciplina- do y a tener respeto por el otro”.

Con esa actitud arribó a El Mogote un día caluroso como todos los días en la región de paso entre dos centros turísticos: Ixtapan de la Sal y las Grutas de Cacahuamil­pa. Nada más lo vieron llegar, los pobladores comenzó con las habladur ías, que si t ra ía t at uajes, que si era drogadic to, que sepa Dios por qué lo echaron.

Y ahí encontro al carrizo como un objeto de decoración, que se vende muy bien: en un día puede ganar hasta $50 dólares: algún día quiere tener una casa tan linda como la que llegó a tener en Los Ángeles; la de El Mogote también tiene dos recámaras, una sala, una cocina y el baño, pero le falta el jardín.

En cuatro años de trabajo desde su repatriaci­ón también logró comprarse dos vacas , dos caballos, dos mulas y un montón de cerditos que presumirá a los dos hijos de 22 y 19 años (este último recién graduado) que lo visitarán el próximo mes de marzo. “Estoy muy contento”, dice. “Mis aspiracion­es ahora son más tranquilas y me siento en paz”. El analista Martín Íñiguez dice que los migrantes de campo tardan más en reintegrar­se a la sociedad que los de ciudad.

Jorge no lo ve así. Sabe que su deportació­n fue de por vida y quiere aprovechar el tiempo: a sus 43 años dice que le queda poco antes de envejecer y que lo quiere hacer con dignidad y no depender de nadie.

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/GARDENIA MENDOZA Jorge Flores en uno de sus descansos de trabajo en El Mogote, Guerrero.

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