El Diario

Hostilidad

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Piensa en algún momento de tu adolescenc­ia cuando quisiste huir de la casa. Con suerte, el motivo fue trivial: quizás tus papas no te dejaron salir un viernes o te obligaron a limpiar tu cuarto cuando querías jugar con tus amigos. Quizás lograste hacer una mochila, con ropa para una sola noche, y llegar al final de la calle. Y con suerte pudiste regresar a casa y al amor de tu familia, un poco más humilde después de ver qué tan aterrador puede ser el mundo afuera visto por los ojos de un niño solo.

Hay niños que no tienen esa suerte. Cada año decenas de miles de esos niños llegan a los Estados Unidos, sin sus papás u otro guardián que les cuide. Buscan refugio con nosotros porque no lo tienen en sus propias comunidade­s. Huyen de países donde la violencia pandillera asuela las calles y controla los campos. Dicen que el camino a la escuela ha vuelto tan peligroso que la opción más inteligent­e es dejar de ir. Saben que la policía y los políticos de sus países no les hacen caso cuando piden que los protejan.

Hay niños que no tienen ni hogar dónde refugiarse. Huyen de adultos enojados y violentos en sus propias familias. Sufren abusos físicos y sexuales en las mismas casas donde deberían estar seguros y protegidos. Ven la violencia doméstica de cerca y a diario. Duermen sin descansar porque no saben a qué horas se les va a despertar para trabajar bajo amenazas de otra paliza. llos son los niños que llegan a nuestras fronteras después de semanas o hasta meses de camino: niños como Marta y David, hermanos de 16 y 17 años, quienes vivían con abuelos en El Salvador mientras su

EEn un ambiente político cada vez más hostil, se hablan de niños pandillero­s que infiltran por la frontera sureña. Pero nosotros quienes trabajamos con estos niños día tras día sabemos la verdad. mamá les mandaba dinero desde Nueva York. Huyeron de El Salvador después de meses terrorífic­os de acoso y persecució­n de la pandilla MS-13. n mando local de la pandilla le seguía a Marta durante su camino a la escuela, amenazándo­la con rapto y violación. Para protegerla, David la acompañaba en la calle cuando podía. Pero cuando les sacaron un cuchillo un día, los niños tuvieron que buscar un protector. La policía no les quería ayudar; sus abuelos no podían por la edad. Así que emprendier­on camino para Nueva York y la mamá que no les había visto desde sus infancias. Gracias a apoyo municipal, recibieron un abogado gratuito de Caridades Católicas y ganaron sus casos de asilo.

Pero ¿qué pasará a los otros miles de niños destinados para ciudades que no proveen servicios legales a niños no acompañado­s? En un ambiente político cada vez más hostil, se hablan de niños pandillero­s que infiltran por la frontera sureña. Pero nosotros quienes trabajamos con estos niños día tras día sabemos la verdad. Son niños en busca de protección. Son niños que no nacieron con la misma suerte que tú y yo. No vamos a taparnos los oídos a sus súplicas. No vamos a dejar que nuestros peores instintos de aislamient­o y sospecho les condenan a la muerte.l

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