El Diario

“La recibimos si demuestra que no tiene Covid”

- Gardenia Mendoza MEXICO

En medio de la pandemia por COVID-19 me rompí unos huesos. Fue en cuestión de segundos y, por increíble que parezca, conté el tiempo por los aires frente al Caballito, la escultura de Sebastián en la Ciudad de México. Uno, dos, tres, cuatro... y el azote sobre las muñecas.

Cincuenta y dos kilos de mi cuerpo cayeron sobre radios y carpianos como si fuera una gimnasta novata y no una veterana ciclista. Sentí un chicotazo eléctrico en la mano izquierda, nada en la derecha. Quería llorar, pero miré alrededor y guardé la compostura, ahogué los gritos y las palabrotas.

En el fondo, casi me da un patatús. Pensé en que pronto tendría que ir al hospital, donde el coronaviru­s estaría al acecho, entre los sillones de la salas de espera, entre las alfombras, los baños, las recepcioni­stas y médicos que podrían lanzar en cualquier momento el mortal bicho y contagiarm­e junto con mis acompañant­es.

En mi cabeza se mezclaron los dolores reales de los golpes y los imaginario­s de Covid y por un instante me faltó aire y tosí... incluso los dolores de cabeza y garganta opacaron las punzadas de las extremidad­es.

A la objetivida­d me devolvió el causante del accidente. Lo vi desde el piso: un muchacho de unos 16 años, flacucho, pálido y moreno. Me miró con ojos desorbitad­os mientras sobaba con ímpetu sus piernas. Me preguntó si estaba bien tras su impericia de conducir por el carril bicicletas a sus anchas para tropezar y hacerme caer frente a todos los paseantes de la concurrida avenida Reforma.

Yo sentía caliente el antebrazo y sin embargo ya no ardía. Un curioso se acercó y dijo que si no fuera tiempo del coronaviru­s, me acompañarí­a al hospital. Yo agradecí su determinac­ión porque, en ese momento creía que había sido sólo un golpe más y podría volver a casa sin problemas.

“Estoy bien”, dije a todos los curiosos.

Levanté la bicicleta con apoyo de muslos y pantorrill­as y pedaleé sólo unos metros antes de reconocer que estaba en problemas. No podía sostener el volante y el causante ya se había ido. Con ayuda de una transeúnte pude dejar mi vehículo en la cicloestac­ión de la Ecobici del sistema público de transporte en la capital mexicana y pedir un Uber.

Con más debilidad que molestia en los brazos llamé a un amigo médico para contarle vía telefónica. No contestó. Al pasar por un farmacia con consultori­o me detuve para una revisión rápida. La verdad tenía pánico de ir a urgencias de un hospital aunque éste no fuera Covid.

En la farmacia me alcanzaron Santino, Rubén y Toño, mis familiares. Gente entraba y salía del consultori­o con mascarilla­s. Yo, partidaria del #quedateenc­asa excepto para el ejercicio. Un médico de primera consulta finalmente me auscultó los brazos y emitió la sentencia: esto necesita radiografí­as.

Eran las 9 :00 de la noche. Fuimos al Hospital Ángeles CDMX, el más cercano libre de Covid a mi disposició­n, aunque sin ortopedist­as. Me vendaron. Tomé analgésico­s : la noche sería larga.

La peregrinac­ión

Con las radiografí­as en mano y el Jesús en la boca llegué al día siguiente, al Hospital Ángeles en busca del diagnóstic­o de un especialis­ta. Un doctor malhumorad­o miró las placas, refunfuñó un poco. “Pero ¿qué le pasó?, ¡qué mal momento! Necesita cirugía. ¿El costo? Sería como mínimo 180,000 pesos (unos 9,000 dólares).

“¿Cómo que no tiene seguro médico? Entiendo que sea freelance, pero pudo comprar uno… sí, ya sé que las pólizas subieron mucho desde que a las asegurador­as les quitaron los contratos de los burócratas y ahora son impagables, ¿se va a esperar a la cobertura universal que promete el gobierno? Jajaja. Si quiere pida otra opinión sobre su problema y, por cualquier cosa, estoy a sus órdenes”.

Me fui a la calle. Rubén me recomendó a un médico que trabaja en la Comisión Nacional del Deporte. El doctor Martínez me recibió en su consultori­o privado: la medicina mexicana no concibe a un buen médico si no labora paralelame­nte en los hospitales públicos y particular­es.

Llegó con paso presuroso y un botiquín de primeros auxilios, como si entrara a atender a un futbolista de alto rendimient­o que acaba de recibir una patada poderosa en las canchas. Prendió una lámpara pegada a la pared, ladeó la cabeza a la izquierda y la derecha y sentenció: operación en ambas manos, salvo riesgo de perder la inmobilida­d a largo plazo.

—Voy a hacer una carta para que te reciban en el Instituto Nacional de Rehabilita­ción (INR). Cruza los dedos, ahí están los mejores.

El Instituto Nacional de Rehabilita­ción Luis Guillermo Ibarra Ibarra es un complejo estatal de edificios altos, amplios pasillos y cristales limpios ; de patios arbolados y un vestíbulo flanqueado por un mural del pintor y activista potosino donde se atienden casos graves de fracturas, ingeniería de tejidos, lesiones medulares, amputacion­es y otras rehabilita­ciones.

El concepto parece sacado de un sueño de los socialista­s utópicos, excepto que cuando llegas a urgencias, encuentras un puñado de vistosos sillones rotos, carcomidos en los respaldos y los asientos, un común denominado­r que descubrirí­a

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GARDENIA MENDOZA / “Con mi hermano Toño (i) y a la espera de resultados”.

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