La tierra prometida de Barack Obama
—prosiguió Malia— hice un trabajo sobre los tigres para la escuela, y están perdiendo su hábitat porque la gente tala los bosques. Y la situación va a peor, porque el planeta se está calentando por culpa de la contaminación. Además, la gente los mata y vende su piel, sus huesos y demás. Así que los tigres se están extinguiendo, lo cual sería terrible. Y como eres el presidente, deberías intentar salvarlos.
—Deberías hacer algo, papá —añadió Sasha.
Miré a Michelle, que se encogió de hombros:
—Eres el presidente —dijo. […]
El ambiente de nerviosismo que reinaba en el Congreso no era la única razón por la que esperaba tener la legislación sobre topes e intercambios de emisiones a punto para diciembre: ese mismo mes estaba prevista la celebración en Copenhague de una cumbre sobre cambio climático auspiciada por la ONU. Tras ocho años durante los cuales, bajo la presidencia de George W. Bush, Estados Unidos se había ausentado de las negociaciones internacionales en torno al clima, las expectativas en el extranjero estaban por las nubes. Y yo difícilmente podía instar a otros gobiernos a actuar de forma agresiva contra el cambio climático si Estados Unidos no predicaba con el ejemplo. Sabía que tener un proyecto de ley doméstico mejoraría nuestra posición negociadora con otros países y contribuiría a espolear la clase de acción colectiva necesaria para proteger el planeta. Al fin y al cabo, los gases de efecto invernadero no respetan fronteras. Una ley que reduzca las emisiones en un país quizá haga que sus ciudadanos se sientan moralmente superiores, pero si otros países no hacen lo propio la temperatura seguirá subiendo sin más. Así que, mientras Rahm y mi equipo legislativo estaban atarea—Pues dos en los pasillos del Congreso, mi equipo de política exterior y yo buscábamos la manera de recuperar el estatus de Estados Unidos como líder en los esfuerzos climáticos internacionales.
En otros tiempos, nuestro liderazgo en este ámbito prácticamente se había dado por descontado. En 1992, cuando el mundo se reunió en Río de Janeiro en lo que se conoció como la Cumbre de la Tierra, el presidente George H. W. Bush se sumó a representantes de otros ciento cincuenta y tres países en la firma de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el primer acuerdo global para tratar de estabilizar la concentración de gases de efecto invernadero antes de que esta alcanzase niveles catastróficos. La Administración Clinton enseguida tomó el relevo y trabajó con otros países para traducir los vagos objetivos que se anunciaron en Río en un tratado vinculante. El resultado final, el llamado Protocolo de Kioto, establecía planes detallados para la actuación
En medio de grandes expectativas se publicó el libro autobiográfico del expresidente Barack Obama “Una tierra prometida” (A Promised Land) que da al lector un vistazo al pensamiento del exmandatario, las raíces de su ideario y los detalles de eventos históricos en los que fue protagonista
internacional coordinada, incluidos objetivos específicos de reducción de los gases de efecto invernadero, un sistema global de comercio de carbono similar al de topes e intercambios, y mecanismos de financiación para ayudar a los países pobres a adoptar las energías limpias y proteger bosques que, como la Amazonía, contribuían a neutralizar las emisiones de carbono.
Los ecologistas aclamaron el Protocolo de Kioto como un punto de inflexión en la lucha contra el calentamiento global. En todo el mundo, los países participantes acudieron a sus gobiernos para ratificar el tratado. Pero en Estados Unidos, donde la ratificación de un tratado requiere el voto afirmativo de dos tercios del Senado, el Protocolo de Kioto se topó con un muro infranqueable. En 1997, los republicanos controlaban el Senado, y pocos consideraban el cambio climático un problema real. De hecho, el entonces presidente del Comité del Senado sobre Relaciones Exteriores, el archiconservador Jesse Helms, se enorgullecía de despreciar por igual a los ecologistas, la ONU y los tratados multilaterales. Poderosos demócratas, como el senador por Virginia Occidental Robert Byrd, también se oponían enseguida a cualquier medida que pudiese perjudicar a las industrias de los combustibles fósiles vitales para su estado.
A la vista de ese panorama, el presidente Clinton decidió no remitir el Protocolo de Kioto al Senado para someterlo a votación, sino que optó por retrasar la derrota. Aunque la suerte política de Clinton se recuperaría tras superar el impeachment, el Protocolo de Kioto permaneció guardado en un cajón durante el resto de su presidencia. Cualquier atisbo de esperanza en la posible ratificación del tratado se apagó por completo cuando George W. Bush se impuso a Al Gore en las elecciones de 2000. Todo lo cual explica por qué en 2009, un año después de que el Protocolo de Kioto entrase por fin plenamente en vigor, Estados Unidos era uno de los cinco países que no formaban parte del acuerdo. Los otros cuatro, en ningún orden particular, eran: Andorra y la Ciudad del Vaticano (dos estados tan pequeños, con una población conjunta de en torno a ochenta mil personas, que se les concedió el estatus de «observadores» en lugar de pedirles que se sumasen al tratado); Taiwán (que habría estado encantado de participar pero no podía hacerlo porque los chinos aún rechazaban su estatus como país independiente); y Afganistán (que tenía la razonable excusa de estar desgarrado tras treinta años de ocupación y una sangrienta guerra civil).
«Sabes que la situación ha tocado fondo cuando tus aliados más cercanos creen que tu posición en un asunto es peor que la de Corea del Norte», dijo Ben Rhodes, sacudiendo la cabeza.
Al repasar esta historia, a veces imaginaba un universo paralelo en el que Estados Unidos, sin rival justo después del final de la Guerra Fría, había volcado su inmenso poder y toda su autoridad en el combate contra el
Tras perder a John McCain como aliado republicano, volcamos
nuestras esperanzas en uno de sus
amigos más cercanos en el
Senado
cambio climático. Imaginaba la transformación de la red energética mundial y la reducción en el volumen de gases de efecto invernadero que se habría logrado; los beneficios geopolíticos que se habrían derivado de liberarse del abrazo de los petrodólares y las autocracias que esos dólares apuntalaban; la cultura de sostenibilidad que podría haber arraigado tanto en los países desarrollados como en aquellos en desarrollo. Pero mientras me reunía con mi equipo para trazar una estrategia pensada para nuestro universo real, debía reconocer algo que resultaba palmario: incluso ahora que los demócratas controlaban el Senado, no tenía manera de asegurarme los sesenta y siete votos necesarios para ratificar el marco de Kioto existente.
Bastantes dificultades estábamos teniendo para conseguir que el Senado elaborase un proyecto de ley doméstico sobre el clima. Barbara Boxer y John Kerry, el senador demócrata por Massachusetts, llevaban meses redactando una posible legislación, pero habían sido incapaces de encontrar algún par republicano dispuesto a respaldarla con ellos, lo que ponía de manifiesto que era poco probable que el proyecto de ley saliese adelante, y haría necesaria una nueva estrategia más centrista.
Tras perder a John McCain como aliado republicano, volcamos nuestras esperanzas en uno de sus amigos más cercanos en el Senado, Lindsey Graham, de Carolina del Sur.
De baja estatura, cara chata y con un leve deje sureño que en un instante podía pasar de amable a amenazante, Graham era conocido como un ferviente halcón en materia de seguridad nacional (miembro, junto con McCain y Lieberman, de los llamados «Three Amigos», que habían sido los máximos impulsores de la guerra de Irak). Graham era inteligente, seductor, sarcástico, carente de escrúpulos, hábil en su relación con los medios, y gracias en parte a la genuina adoración que sentía por McCain, ocasionalmente estaba dispuesto a alejarse de la ortodoxia conservadora, en especial al apoyar la reforma migratoria. Tras haber resultado reelegido para otro periodo de seis años, Graham estaba en condiciones de asumir algún riesgo, y aunque en el pasado nunca había mostrado mucho interés por el cambio climático, parecía atraído por la posibilidad de cubrir el hueco que McCain había
dejado y propiciar un importante acuerdo bipartidista. A principios de octubre, se ofreció a contribuir a convencer al puñado de republicanos que necesitábamos para que el Senado aprobase la legislación sobre el clima, pero solo si Lieberman ayudaba a dirigir el proceso y Kerry podía convencer a los ecologistas para que ofreciesen concesiones o subsidios a la industria de la energía nuclear, así como la apertura de más zonas de costa estadounidense a la exploración en busca de petróleo en alta mar.
Tener que depender de Graham no me hacía ninguna gracia. Lo conocía de mi época en el Senado como alguien a quien le gustaba interpretar el papel del conservador serio y sofisticado, que desarmaba a los demócratas y a los periodistas con opiniones tajantes sobre los puntos ciegos de su partido, y ensalzaba la necesidad de que los políticos se liberasen de sus camisas de fuerza ideológicas.
Sin embargo, la mayoría de las veces, cuando llegaba el momento de emitir un voto o de adoptar una postura que podría tener un coste político para él, Graham encontraba algún motivo para evitarlo. («¿Sabes cuando al principio de una peli de espías o de atracos te presentan a los integrantes del equipo? —le dije a Rahm—. Pues Lindsey es el tipo que traiciona a todos los demás para salvar el pescuezo.») Pero, siendo realistas, nuestras opciones eran limitadas («A menos que Lincoln y Teddy Roosevelt entren por esa puerta, colega —respondió Rahm—, Graham es todo lo que hay»), y conscientes de que cualquier vinculación estrecha con la Casa Blanca podría espantarlo, decidimos dar a Graham y a los demás proponentes amplio margen para redactar su versión del proyecto de ley, imaginando que más adelante en el proceso podríamos arreglar cualquier disposición problemática.l