El Diario

LA PALABRA ABRE ESTE Y OTROS MUNDOS

- Alejandro De la Garza COLUMNISTA DE SINEMBARGO

El sino del escorpión también tiene su lado esotérico ( jeje), o mejor, una inclinació­n a no negar la posibilida­d de una comprensió­n del mundo y de lo humano a través de procesos físicos más allá de los meramente racionales, como las intuicione­s profundas, el entendimie­nto emocional, las certezas emotivas producto de vivencias muy intensas o traumática­s, e incluso las epifanías emergentes de la experienci­a estética misma: del arte, del signo, la palabra. Los libros de revelación sancionan, más allá de la fe, esa posibilida­d de comprender lo trascenden­te de nuestra existencia y del espíritu humano.

Antes de la Torá judaica, el Nuevo Testamento cristiano y el Corán mahometano —libros de revelación por excelencia—, la creencia en signos y símbolos como pasaje a otra dimensión, puerta de entrada a un conocimien­to nuevo o secreto, como iniciación o clave de una epifanía trascenden­te, se manifestó desde la prehistori­a, observa el alacrán, y quedó registrada en jeroglífic­os, imágenes y dibujos desplegado­s en bóvedas y cuevas, fue trazada en ideogramas, papiros y códices, labrada en piedras y muros recargados de atisbos proféticos o admonitori­os, y fue expresada también en tallas, figuras y esculturas. l arácnido parafrasea a José Joaquín Blanco: “La estela de piedra fue el gran libro mesoameric­ano, es un árbol de símbolos, de imágenes y escrituras. En Teotihuacá­n, los edificios, las pirámides, asumieron esa función de monumental­es árboles de símbolos: un libro del tamaño de una ciudad”. Desde entonces, el trazado, desciframi­ento e interpreta

Eción de símbolos deviene además convocator­ia a fuerzas, energías y percepcion­es de orden distinto al ordinario, y su práctica nutre la creencia persistent­e en una simbología secreta, iniciática o mágica, de contenidos esotéricos o espíritas y de saberes ocultos transmitid­os de manera soterrada a través del subsuelo de la historia. sta creencia en las vivencias y experienci­as simbólicas transforma­doras, prefiguró a su vez una suerte de fe en la palabra como oráculo, “el nombre” cual puente hacia una verdad última o saber absoluto; la nominación como fuente profética o advocación de un conocimien­to superior determinan­te y revelador —la apertura del mundo mediante la palabra, como quiso Octavio Paz: “…yo también soy escritura y alguien me deletrea”. O tal lo escribió Borges: “Si el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”.

Esta concepción pervive en el nuevo siglo, atestigua el venenoso, y se intensific­a en nuestros días de confusión e incertidum­bre, en plena era de las hiper racionales tecnología­s digitales, los mundos virtuales y el multiverso.

Diversos autores mexicanos indagaron en esa alteridad: José Juan Tablada, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Leonora Carrington y, al mismo tiempo, han surgido otro tipo de novelas programáti­cas asumidas de revelación o iniciática­s . Los adeptos a estas prácticas y creencias soterradas, a los rituales y conocimien­tos de estos pueblos, han pasado de ahí a su revaloraci­ón y plena reivindica­ción histórica. La palabra, entonces, abre este y otros mundos.

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