LA PALABRA ABRE ESTE Y OTROS MUNDOS
El sino del escorpión también tiene su lado esotérico ( jeje), o mejor, una inclinación a no negar la posibilidad de una comprensión del mundo y de lo humano a través de procesos físicos más allá de los meramente racionales, como las intuiciones profundas, el entendimiento emocional, las certezas emotivas producto de vivencias muy intensas o traumáticas, e incluso las epifanías emergentes de la experiencia estética misma: del arte, del signo, la palabra. Los libros de revelación sancionan, más allá de la fe, esa posibilidad de comprender lo trascendente de nuestra existencia y del espíritu humano.
Antes de la Torá judaica, el Nuevo Testamento cristiano y el Corán mahometano —libros de revelación por excelencia—, la creencia en signos y símbolos como pasaje a otra dimensión, puerta de entrada a un conocimiento nuevo o secreto, como iniciación o clave de una epifanía trascendente, se manifestó desde la prehistoria, observa el alacrán, y quedó registrada en jeroglíficos, imágenes y dibujos desplegados en bóvedas y cuevas, fue trazada en ideogramas, papiros y códices, labrada en piedras y muros recargados de atisbos proféticos o admonitorios, y fue expresada también en tallas, figuras y esculturas. l arácnido parafrasea a José Joaquín Blanco: “La estela de piedra fue el gran libro mesoamericano, es un árbol de símbolos, de imágenes y escrituras. En Teotihuacán, los edificios, las pirámides, asumieron esa función de monumentales árboles de símbolos: un libro del tamaño de una ciudad”. Desde entonces, el trazado, desciframiento e interpreta
Eción de símbolos deviene además convocatoria a fuerzas, energías y percepciones de orden distinto al ordinario, y su práctica nutre la creencia persistente en una simbología secreta, iniciática o mágica, de contenidos esotéricos o espíritas y de saberes ocultos transmitidos de manera soterrada a través del subsuelo de la historia. sta creencia en las vivencias y experiencias simbólicas transformadoras, prefiguró a su vez una suerte de fe en la palabra como oráculo, “el nombre” cual puente hacia una verdad última o saber absoluto; la nominación como fuente profética o advocación de un conocimiento superior determinante y revelador —la apertura del mundo mediante la palabra, como quiso Octavio Paz: “…yo también soy escritura y alguien me deletrea”. O tal lo escribió Borges: “Si el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la palabra Nilo”.
Esta concepción pervive en el nuevo siglo, atestigua el venenoso, y se intensifica en nuestros días de confusión e incertidumbre, en plena era de las hiper racionales tecnologías digitales, los mundos virtuales y el multiverso.
Diversos autores mexicanos indagaron en esa alteridad: José Juan Tablada, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Leonora Carrington y, al mismo tiempo, han surgido otro tipo de novelas programáticas asumidas de revelación o iniciáticas . Los adeptos a estas prácticas y creencias soterradas, a los rituales y conocimientos de estos pueblos, han pasado de ahí a su revaloración y plena reivindicación histórica. La palabra, entonces, abre este y otros mundos.
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