Houston Chronicle Sunday

FAMILIA HISPANA BATALLA CONTRA DEPORTACIÓ­N

La familia Rodríguez vive una odisea ante la posible deportació­n del padre a El Salvador

- Olivia P. Tallet olivia.tallet@chron.com twiiter.com/oliviaptal­let

Juan Rodríguez fue a una visita de rutina para revisar su estatus migratorio y los agentes de ICE le notificaro­n su deportació­n por haber ingresado ilegalment­e al país hace más de 15 años. Su esposa y las tres hijas de ambos son ciudadanas de Estados Unidos, pero él tendra que regresar a El Salvador.

Juan Rodríguez salió de las sombras hace más de una década. Entonces su vida empezó a girar alrededor de reuniones con las autoridade­s federales.

Veinticinc­o veces, él y su familia entraron y volvieron a salir de esas reuniones. Pero esta última vez, presentían que algo distinto podía ocurrir.

“Esta vez iba a ser diferente”, recordó Celia Rodríguez, con la mano derecha presionand­o su pecho. Con la izquierda se apresuraba a taparse el rostro mientras le caían las lágrimas.

A Celia no le gusta que sus hijas la vean de esa manera, así que no hace ruido cuando llora. Las niñas, Karen, Rebecca y Kimberly, estaban apretujada­s a su lado en un sofá en la sala.

La casa, espaciosa, cerca de la Universida­d de Houston y en un vecindario latino, quedó en silencio.

Juan lo rompió con cautela, acariciand­o la espalda de su esposa. Luego miró a Celia a los ojos y le dijo “vamos, vamos”.

Visita al ICE

El pasado 10 de febrero, los cinco miembros de la familia se despertaro­n al amanecer para iniciar su rutina diaria, aunque estaban agitados. Siempre lo están cuando tienen ese tipo de reuniones. La primera fue en 2007, cuando se le pidió a Juan que iniciara revisiones periódicas en la oficina de Inmigració­n y Aduanas en Houston para revisar su estatus de inmigrante indocument­ado en el país.

Durante los primeros cinco años de reuniones con ICE, se le pidió que se presentara cada tres meses. En 2011, se convirtió en bianual, y luego una vez al año desde 2014. Era beneficiar­io de una dispensa fiscal del gobierno de Barack Obama para personas con familiares ciudadanos y que no tienen antecedent­es penales.

Pero siempre sabía que cada registro podía ser el último. Podría ser deportado, y su familia destrozada ya que, además, es el principal sosten de la familia.

Sabe que infringió la ley cuando cruzó la frontera, que no fue “correcto” lo que hizo, pero se sentía desesperad­o. La pareja pagó unos 7.500 dólares a un ‘coyote’ que lo ayudó a cruzar la frontera.

Celia salió de El Salvador hace 18 años con una visa de residente. Era la oportunida­d de escapar de un país que salía de la guerra civil y que comenzaba a sufrir también la violencia de las pandillas. No se casaron antes de que ella se fuera porque eso habría descalific­ado a Celia al ser reclamada por sus padres, ya ciudadanos estadounid­enses y viviendo en Houston. Karen, la mayor de sus hijas, tenía nueve meses. Juan llegó al norte dos años después, y Rebecca, de 15 años, y Kimberly, de 10 años, nacieron en Estados Unidos.

Después de su llegada, se reunieron con abogados, tratando de poner su situación en regla.

La pareja no recuerda a cuántos abogados han visto o qué hicieron exactament­e ellos. A Juan le resulta difícil seguir todo lo que dicen. Lo único que sabe es cuánto ha pagado a lo largo de los años: más de 30.000 dólares en honorarios legales. No ha recibido nada a cambio.

Cada semana, cuando va a la Iglesia Adventista del Séptimo Día de Pasadena, cerca de su casa, el padre Jesús Torres le dice que Dios lo ha perdonado. Pero Juan sigue intentando demostrar que es digno de perdón. No quiere que su familia pague por su pecado.

Juan nunca llegó a estudiar en la escuela secundaria, pero es bueno para la mecánica de automóvile­s. El trabajo lo mantiene ocupado incluso en días festivos. Las chicas le ayudan a traducir con clientes, ya que el inglés no le ha sido fácil. No bebe ni fuma, dijo, porque sería un mal ejemplo para las chicas, y “en esta casa, siempre pagamos nuestros impuestos”. Le gusta repetir eso.

Celia ha trabajado como conserje y en la limpieza de casas, pero a tiempo parcial, porque cuidar a sus hijas ha sido la prioridad. Como pareja, han sido inseparabl­es. Incluso van juntos a dejar y recoger a las niñas de la escuela todos los días.

A los 18 años, Karen se siente responsabl­e de sus hermanas menores, por lo que intenta controlar sus temores frente a ellas. No funciona todo el tiempo.

Durante la campaña electoral por la presidenci­a, el entonces candidato republican­o Donald Trump inspiró el fervor anti-inmigració­n en todo el país. También inspiró el pánico en la casa de los Rodríguez.

En el otoño, Karen fue a votar por primera vez y oró antes de emitir su boleta: “Diosito, por favor, no dejes que Trump gane. Él destruirá a mi familia”.

Al final de la noche electoral, cuando los resultados se hicieron claros, la familia apagó la televisión y todos se fueron en silencio a sus habitacion­es.

Karen gritó sola. Está preocupada por Rebecca. La hermana del medio no dice mucho. La pequeña se ha vuelto hiperactiv­a. Cuanto más tristes se ven, más Kimberly salta y habla y habla. La familia ya dejó de ver las noticias.

Trato distinto

Los Rodríguez habían ido a la oficina de ICE en Northpoint Drive tan a menudo que siempre recibían una bienvenida amistosa. Pero no el 10 de febrero fue distinto.

De los nervios, saltaban cada vez que escuchaban a un oficial llamar un número de caso. A algunas personas se les dijo que se les permitiría regresar a sus hogares. Otros fueron informados que serían enviados a centros de detención y confinados durante días o meses hasta que fueran deportados.

“Ya le dije que espere allí. Van a ser llamados”, le dijo un nuevo oficial a Karen cuando le preguntó por qué tardaban tanto.

Juan se levantó cuando oyó a un oficial llamando al número A-78 309 248.

Caminó hacia delante y Celia y Karen lo siguieron. Pero el oficial los detuvo.

“¿Quién es esta chica?”, le preguntó a Celia, mientras señalaba a Karen.

“Ella es mi niña oficial”, respondió. “Mi hija mayor”.

“¿Y usted quién es?”, preguntó otra vez el agente.

“Yo soy la madre. Juan es mi esposo”, dijo Celia.

El oficial buscó algo en la carpeta que llevaba y Celia siguió hablando: “tenemos tres chicas. Las otras dos también son nuestras hijas”, dijo.

“Señora, usted debe esperar aquí, no puede seguirnos”, le respondió el oficial en español y luego sonrió frente a Juan.

“Sígame por favor”, le dijo.

Cuando el oficial cerró la puerta detrás de él, Celia y Karen se miraron a los ojos. Eso no había ocurrido antes. Juan nunca había sido llevado detrás de esa puerta.

“Karen, hija, no llores. ¡Si lloras, las niñas también empezarán a llorar!”, dijo Celia.

Karen se alejó y comenzó a caminar. Celia encontró una esquina y siguió rezando. Kimberly pintó castillos con lápices de colores usando una silla como una mesa y le preguntó a Rebecca. Rebecca guardó silencio.

Dentro de la pequeña oficina, el oficial le preguntó a Juan si tenía antecedent­es penales. Él sabía la respuesta. Estaba en el archivo. Igual Juan dijo que no.

El hombre empezó a escribir algo en una computador­a. Se detuvo a veces para hacer más preguntas.

“¿A qué se dedica?”, le preguntó.

“Soy mecánico, señor”, respondió.

“¿Así que trabaja en este país sin autorizaci­ón?”, le recriminó.

“No señor. Tengo un permiso de trabajo”, aseguró.

“¿Quién se lo dio?”, insistió.

“Lo tengo aquí, señor, mire, lo obtuve aquí, en esta oficina hace años. Está escrito en mi archivo”, dijo Juan sacando una carta de su billetera.

El oficial siguió escribiend­o otras respuestas. Después dejó de escribir y echó una larga mirada a Juan, que recuerda claramente lo que dijo a continuaci­ón.

“Mire, tenemos un problema aquí. Su caso ya no es una prioridad para este país”, le dijo.

“Pero yo soy padre, señor. Tengo tres hijas que cuidar. Soy un buen hombre, señor. Soy un buen trabajador”, dijo Juan.

“Las cosas han cambiado, señor Rodríguez”, contó el oficial. “Tendremos que deportarlo. Quédese aquí, ya regreso”.

Después de que se fue, el corazón de Juan latió fuerte, sus oídos empezaron a silbar, y sus manos se enfriaron, anticipand­o las esposas.

Cuando el oficial regresó, fue flanqueado por un segundo hombre.

Los hombres se hablaban en inglés y Juan no entendía lo que decían.

El segundo oficial se volvió hacia él y preguntó en español, con acento puertorriq­ueño, si Juan era drogadicto. No señor.

Luego vinieron más preguntas.

Los dos hombres siguieron apartándos­e en inglés. No parecen llegar a un acuerdo. El primer oficial también era hispano, probableme­nte mexicano, pensó Juan.

Finalmente, no pudo evitar gritar y suplicar.

“Por favor, mi único delito fue entrar ilegalment­e, pero siempre he respetado la ley. Siempre he tratado de seguir el camino correcto. Soy un buen padre (...) Mis hijas son ciudadanas estadounid­enses. Son buenas chicas. ¿Quién va a cuidar de ellas?”, preguntó.

Ambos lo miraron pero siguieron hablando. Juan no pudo parar. “Por favor, al menos déjame estar aquí para la graduación de mi hija. Ella es la primera de la familia en terminar la escuela secundaria. Por favor, señores, sólo para la graduación, se los ruego”, insistió.

Los hombres salieron de la habitación sin contestar sus súplicas. Juan estaba agotado.

Dijo que “sentía fuego. Quema dentro con mis manos heladas. Todo mi cuerpo se desvaneció. Perdí la noción del tiempo”. Esperanza

En el vestíbulo, su familia había estado esperando por más de media hora. Habían estado rezando.

Cuando Juan llegó hasta su esposa e hijas, se aferraron a él, besándose y abrazándos­e. Pensaron que todo saldría bien.

Juntos cruzaron el vestíbulo hacia la salida.

Entonces el oficial puertorriq­ueño los siguió.

Le dijo a Celia que alejara a las chicas. “No deberían estar escuchando esto”, dijo.

Le pidió a Juan que entregara su pasaporte. ICE tenía que prepararse para su deportació­n.

Celia y las chicas se dieron cuenta de que sólo le habían dado un breve respiro. Se le permitiría permanecer en el país hasta este 29 de junio después de la graduación de Karen, quien finalmente se graduó el 3 del mismo mes.

“Señora, lamento que tengamos que hacer esto”, le dijo el oficial a Celia. “Usted es ciudadana estadounid­ense. Tiene que darse prisa y trabajar con un abogado antes de que él sea deportado”. Le dijo que sería casi imposible traer a Juan de vuelta legalmente a Estados Unidos si eso ocurría.

Celia dijo que tiene la esperanza de que su abogado va a encontrar una manera de mantener a la familia unida. Tienen apoyo también, de FIEL Houston, una organizaci­ón que brinda ayuda a los inmigrante­s.

“No están solos en esta lucha”, dijo Alain Cisneros, de FIEL, quien agregó que muchos otros están pasando por lo mismo.

 ?? Marie D. De Jesús / Houston Chronicle ?? Juan Rodríguez, cuya fecha de deportació­n a El Salvador fue postergada para el próximo 29 de junio, cierra sus ojos y trata de consolar a su hija Rebecca, de 15 años, el pasado 24 de mayo en Houston.
Marie D. De Jesús / Houston Chronicle Juan Rodríguez, cuya fecha de deportació­n a El Salvador fue postergada para el próximo 29 de junio, cierra sus ojos y trata de consolar a su hija Rebecca, de 15 años, el pasado 24 de mayo en Houston.
 ?? Marie D. De Jesús / Houston Chronicle ?? Juan Rodríguez (izq.) trata de consolar a su esposa Celia Rodríguez, ante la angustia de las hijas de ambos Karen Rodríguez, de 18 años, Kimberly Rodríguez, de 10, y Rebecca Rodríguez, de 15, en la casa de la familia en Houston, el miércoles 24 de mayo...
Marie D. De Jesús / Houston Chronicle Juan Rodríguez (izq.) trata de consolar a su esposa Celia Rodríguez, ante la angustia de las hijas de ambos Karen Rodríguez, de 18 años, Kimberly Rodríguez, de 10, y Rebecca Rodríguez, de 15, en la casa de la familia en Houston, el miércoles 24 de mayo...

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