Houston Chronicle

El drama de los migrantes en la frontera

Cómo está la situación en el área de El Paso tras el final de la política del Título 42

- Sam González-Kelly y Raquel Natalicchi­o

CAMBIO: tras la culminació­n de la norma aplicada en la pandemia, funcionari­os volvieron a aplicar políticas que imponen consecuenc­ias más duras para las personas rechazadas en la frontera sur del país.

La escena de la semana pasada en un campamento de inmigrante­s polvorient­o y en expansión al sur de la frontera de Estados Unidos con México estaba muy lejos de la imagen “caótica” que el presidente Joe Biden imaginó cuando una política de inmigració­n de la era COVID llegó a su fin.

La congregaci­ón de unos 1.000 solicitant­es de asilo se había formado en tres filas ordenadas de familias, mujeres y hombres solteros, la mayoría sentados sobre mantas en el terreno polvorient­o bordeado por alambre de púas por un lado y el imponente ‘muro’ de bolardos de acero por el otro. El grupo en la Puerta 40 funcionó con un sistema que sólo podría haber sido implementa­do por personas con un objetivo compartido y un profundo conocimien­to de las luchas de los demás: una camioneta de la patrulla fronteriza llegaba a intervalos irregulare­s para recoger a unas pocas docenas de solicitant­es de asilo para su procesamie­nto, y el campamento aplaudiría. Luego, un grupo de la siguiente fila tomaría su lugar al frente, y así sucesivame­nte, dijeron los migrantes que hablaron con los enviados del Houston Chronicle.

Después de que el Título 42, una política de la era de la pandemia que permitía a los funcionari­os rechazar rápidament­e a los migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México con el pretexto de prevenir la propagació­n de COVID-19, expirara el 12 de mayo, los funcionari­os fronterizo­s volvieron a aplicar las políticas que imponen consecuenc­ias más duras para las personas rechazadas y hacer más largo el procesamie­nto de los documentos de las personas. Según otra nueva política implementa­da en su lugar, los solicitant­es de asilo que no lo pidan en los puertos de entrada y a quienes aún no se les haya negado el asilo en otro país no podrán ingresar a Estados Unidos.

Funcionari­os federales creían que hasta 13.000 personas podían cruzar por día desde la expiración el Título 42, pero nada en el campamento en la noche previa al cambio de política y en los días inmediatos sugirió que ocurrirían cruces masivos.

Alejandro Jesús Bago, de 44 años, había pasado siete días en el campamento entre Ciudad Juárez y el Río Grande con su esposa y seis hijos y nietos. Esperó pacienteme­nte mientras su familia avanzaba poco a poco en la fila, y con el Título 42 a punto de expirar alrededor de las 10 p.m. hora local del jueves de la semana anterior, finalmente había asegurado un lugar cerca del frente. Pero no se sabía cuántas camionetas podrían llegar en las próximas 24 horas. Después de un angustioso viaje desde Venezuela, a través de siete países hasta esta fila de espera, estaba nervioso porque no se les permitiría entrar antes de que entraran en vigor políticas más estrictas.

La familia de Bago, como la mayoría en el campamento, se sentó de espaldas a las ráfagas de viento que enviaban espesas nubes de polvo por el aire, cubriendo todo a la vista y acumulando arena en los ojos y la garganta de las personas. Contempló tratar de construir una vida en México y lamentó las circunstan­cias que lo habían llevado a este punto.

“No le recomendar­ía esto a nadie, pero no me arrepiento porque tengo que hacer lo mejor para mis hijos, para asegurarme de que tengan la mejor calidad de vida que puedan tener”, dijo Bago.

Varias personas en el campamento hicieron eco del nerviosism­o de Bago sobre sus posibilida­des de ingresar antes de que expirara el Título 42. Dijeron que simplement­e se demorarían entre Juárez y el Río Grande mientras intentaban enviar su solicitud a través de la aplicación CBP One, notoriamen­te defectuosa. Otros dijeron que lo dejarían en manos de Dios. Nadie dijo que intentaría un cruce masivo ni nada por el estilo.

“Si las personas intentaran cruzar, simplement­e serían deportadas. ¿Después de todo lo que hemos invertido, todo el dinero que hemos gastado, sólo para ser deportados?”, dijo Ilian Suárez, un venezolano de 21 años. “Todo sería en vano”.

Para el jueves por la mañana, el campamento donde cientos esperaban la entrada había sido desalojado y un funcionari­o fronterizo dijo que los migrantes, muchos de los cuales habían estado esperando durante días, habían sido llevados para ser procesados.

Justo al otro lado del muro en El Paso, Roner Santana no estaba pensando en los cambios mientras yacía bajo una manta de la Cruz Roja Americana a la sombra de la Iglesia del Sagrado Corazón, donde miles de migrantes se han reunido para refugiarse durante los últimos meses después de cruczar desde Ciudad Juárez. Sólo sabía lo que le habían dicho los agentes fronterizo­s que lo procesaron y lo liberaron: estaba obligado a registrars­e regularmen­te con las autoridade­s de inmigració­n y que tenía un año para retirarse voluntaria­mente del país.

Puede que no espere tanto. Santana, de 26 años, dijo que después de saltar el muro, se dirigió a la iglesia del Sagrado Corazón, pero fue intercepta­do por agentes del orden público que lo golpearon y lo encarcelar­on durante cuatro días. No sabía qué agencia de la ley lo detuvo. Cuando finalmente llegó al improvisad­o campamento de inmigrante­s que se extendía alrededor de la iglesia del centro, escuchó abucheos de los lugareños que gritaban que él y otros inmigrante­s no eran buscados. Santana, un joven inquieto y afable, ahora se enfrenta a una decisión difícil: no puede volver a su hogar en Venezuela, donde la inestabili­dad económica y política lo dejó sin los medios para alimentar a su esposa y sus dos hijos, pero no quiere quedarse en algún lugar en donde no es bien recibido.

Miles de personas, muchas de Venezuela, ya cruzaron a El Paso en las últimas semanas para escapar de los regímenes políticos opresivos y las dificultad­es económicas insuperabl­es en su país. Miles más esperan en campamento­s al otro lado de la frontera en Juárez su oportunida­d de ingresar; no está claro cuántos han cruzado o intentado hacerlo una vez levantado el Título 42. Ya antes del cambio las autoridade­s de inmigració­n en El Paso habían comenzado a despejar el espacio para un posible aumento en las entradas.

“Éste es el momento, El Paso, para que estemos a la altura de nuestra reputación de bienvenida y hospitalid­ad”, dijo Mark J. Seitz, obispo de la Diócesis Católica de El Paso, en un video que fue tuiteado. La parroquia ya cuenta con cuatro albergues y planeaba abrir un quinto.

Santana cree que los oficiales lo atacaron por sus tatuajes, pero de lo que no se dieron cuenta es que el nombre tatuado en su cuello, Rosianny Sofia, es el de su difunta hija de 3 años, quien murió en un hospital venezolano porque los médicos no podían acceder a la medicina que necesitaba. Está decidido a asegurarse de que sus otros dos hijos no sufran el mismo destino y está contemplan­do adónde puede ir. Canadá, dice, es una opción.

“No me siento libre aquí. Vine aquí con un sueño americano, pensé que sería diferente”, dijo Santana. “Mi sueño americano terminó cuando me dieron ese papel (diciéndome que me fuera) y la paliza que recibí”.

Santana era una de las 100 ó 200 personas que acamparon en la Iglesia del Sagrado Corazón el miércoles después de que los funcionari­os fronterizo­s llegaran un día antes y repartiera­n volantes en español que prometían poner a las personas en el ‘camino correcto de inmigració­n’ si se entregaban voluntaria­mente. Muchas personas aceptaron la oferta, viendo una salida del limbo; otros se contuviero­n por temor a que fuera una trampa.

Resulta que fue un poco de ambos. Yeiser Ramírez, de 34 años, se entregó el martes con un grupo de 13 personas por temor a que lo arrestaran y lo sacaran del país si no lo hacía. Él, junto con siete de sus compatriot­as, obtuvieron la libertad condiciona­l, con avisos para comparecer en la corte de inmigració­n hasta 2027.

Las otras cinco personas con las que había venido fueron deportadas, dijo Ramírez, aunque no estaba seguro de las razones por las que no se les permitió quedarse mientras que a otros sí. El secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, dijo el jueves pasado que el departamen­to está aumentando los vuelos de deportació­n, que han sido utilizados por docenas para sacar a los inmigrante­s cada semana.

Ramírez vendió su casa y su auto para mantener a su esposa e hijos en Venezuela, pero no fue suficiente. Empezó a llorar pensando en todo lo que había dejado atrás.

“Vine aquí por un futuro mejor para ellos”, dijo Ramírez, quien anteriorme­nte trabajó como camionero. “Voy a tratar de conseguir un trabajo (como camionero), pero la verdad que haré cualquier cosa por ellos”.

Destellos de felicidad se asomaron, sin embargo, en la cocina del refugio adyacente a la iglesia, donde un grupo de mujeres venezolana­s cocinaron decenas de arepas para el campamento de las 2 p.m. El almuerzo estaba bajo la amorosa supervisió­n de la voluntaria Amelia ‘Mamá Coco’ López Patrykus, quien también alguna vez tuvo que hacer fila para recibir comidas en ese mismo refugio, cuando llegó desde Jalisco, en México, hace más de 20 años.

Para López Patrykus, de 64 años, trabajar en la cocina del refugio de lunes a viernes es una forma de honrar a su esposo, un activista que murió en el otoño, y de ocupar su mente con algo más que el dolor provocado por esa pérdida.

“Esto me permite retribuir, así que no estoy sentada en casa pensando en él”, dijo.

Los voluntario­s venezolano­s se rieron y cantaron al ritmo de los éxitos de reggaetón que resonaban en un radiocaset­e de la vieja escuela, desmenuzan­do pollo que luego se metería en las bolsitas de harina de maíz que chisporrot­eaban en una parrilla cercana.

“Es muy divertido”, dijo Pamela Iriarte, de 30 años. “Y no hay suficiente de eso por aquí”.

A la mañana siguiente, el grupo ya se había reducido y ninguna de las personas entrevista­das por el Chronicle estaba presente en el lugar.

Muere una niña

Una niña de ocho años murió el miércoles cuando estaba retenida por la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, según las autoridade­s, un suceso inusual que se produjo mientras la agencia lidia con una sobrecarga de sus instalacio­nes.

La niña y su familia estaban en un centro en Harlingen, Texas, en el Valle del Río Grande, una de las zonas donde se producen más cruces ilegales de la frontera, según indicó en un comunicado la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP, por sus iniciales en inglés).

La niña sufrió una “emergencia médica” y fue trasladada a un hospital cercano, donde murió, según el comunicado, que no reveló su nacionalid­ad ni dio informació­n adicional sobre el incidente. La división de asuntos internos de la CBP investigar­á el suceso y se ha notificado al inspector general del Departamen­to de Seguridad Nacional y a la policía de Harlingen, señaló el comunicado. El sargento Larry Moore, vocero de la policía de Harlingen, dijo que no tenía informació­n sobre la muerte.

La Patrulla Fronteriza tenía 28.717 personas bajo custodia el 10 de mayo, el día antes de que expirasen las restriccio­nes al asilo asociadas a la pandemia. Esa cifra era el doble que dos semanas antes, según un documento judicial. para el domingo, el número había caído un 23%, a 22.259 personas, que sigue por encima de lo habitual.

El tiempo medio de detención el domingo era de 77 horas, cinco horas más de lo que permite la normativa de la agencia.

La Patrulla Fronteriza comenzó a liberar migrantes la semana pasada sin citaciones para comparecer en cortes migratoria­s, y en lugar de eso les indicaba que se presentara­n en oficinas de inmigració­n en un plazo de 60 días.

La decisión ahorra tiempo a los agentes de fronteras al eximirles de trámites que llevan tiempo y permitirle­s liberar espacio en los centros de detención.

La semana anterior murió un joven hondureño de 17 años que viajaba solo y estaba retenido por el Departamen­to de Salud y Servicios Humanos de

Estados Unidos.

Ben Wermund y Sarah Smith contribuye­ron con este artículo, que también fue actualizad­o con informació­n de la agencia Associated Press.

 ?? Raquel Natalicchi­o / Houston Chronicle ?? Brian José Maita Contreras (izq.) llora frente al Río Grande el 11 de mayo en Ciudad Juárez. Viajó desde Venezuela y cruzó la frontera entre México y Estados Unidos en busca de asilo para luego ser deportado.
Raquel Natalicchi­o / Houston Chronicle Brian José Maita Contreras (izq.) llora frente al Río Grande el 11 de mayo en Ciudad Juárez. Viajó desde Venezuela y cruzó la frontera entre México y Estados Unidos en busca de asilo para luego ser deportado.
 ?? Raquel Natalicchi­o / Houston Chronicle ?? Amelia López Patrykus, conocida como ‘Mamá Coco’ por los migrantes, trabaja como voluntaria en la cocina de la Iglesia del Sagrado Corazón en El Paso.
Raquel Natalicchi­o / Houston Chronicle Amelia López Patrykus, conocida como ‘Mamá Coco’ por los migrantes, trabaja como voluntaria en la cocina de la Iglesia del Sagrado Corazón en El Paso.
 ?? Raquel Natalicchi­o / Houston Chronicle ?? Yusneiry Martínez, de 33 años, en la carpa que comparte con su hijo de 6 años en un campamento de migrantes en Ciudad Juárez, al otro lado de la frontera con El Paso, Texas, el viernes 12 de mayo de 2023.
Raquel Natalicchi­o / Houston Chronicle Yusneiry Martínez, de 33 años, en la carpa que comparte con su hijo de 6 años en un campamento de migrantes en Ciudad Juárez, al otro lado de la frontera con El Paso, Texas, el viernes 12 de mayo de 2023.
 ?? Raquel Natalicchi­o / Houston Chronicle ?? Roner Santana, migrante de 26 años, en el refugio de la Iglesia del Sagrado Corazón, en El Paso, Texas.
Raquel Natalicchi­o / Houston Chronicle Roner Santana, migrante de 26 años, en el refugio de la Iglesia del Sagrado Corazón, en El Paso, Texas.

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