La Semana

Una vida en cuarentena

- POR VICTORIA LIS MARINO PATAGONIA, ARGENTINA

Pensamos que sólo ocurría en Hollywood, en películas que ganan Oscars o en los libros de ciencia ficción. Para mi, la idea de la pandemia parecía algo alejado, distante, especial- mente en el país más Austral del mundo, la Argentina. Aquí había pocos casos, pero como en muchos otros países, el virus llegó, comenzó despacio, se siguió expandiend­o y para evitar convertirn­os en Italia, el país se cerró. Cerró fronteras, cerró escuelas, cerró barrios, contactos, amistades: cerró la vida, porque estamos en lo que se denomina aislamient­o social obligatori­o y preventivo hasta el 31 de marzo. La vida se detiene y se suspende hasta que el virus permita lo contrario.

Argentina es un país pobre, para muchos la idea del estado de sitio es demodé, sin embargo, en nuestra dura condición de tercermund­istas no podemos darnos el lujo de superar los mil casos, no lo resistiría nuestro sistema de salud, no lo resistiría nuestra economía, ni nuestra psiquis, el remedio de los pobres es no salir de casa.

Yo estoy en cuarentena desde el domingo y la vida pasa lenta pero, a la vez, pida porque como no nos dejan detenernos, creo que sigo aún sin saber cómo. Soy docente y de repente me encontré en mi casa, con mi hija pequeña de tres años a quien tengo que cuidar sin asistencia, con mi marido médico, que sigue trabajando porque es personal de asistencia pública y con cientos de estudiante­s a los que debo de atender como clientes virtuales. Se me obligó en horas a aprender a usar aplicacion­es web y hasta a dar clase en tiempo real de manera virtual, me mandan miles de whats up por día con directivas y mi cuerpo está incómodo. No sé muy bien cómo procesar estos cambios, no sé cómo dividir mi horario, desconozco mis responsabi­lidades y posibilida­des, porque lo único que verdaderam­ente sé es que tengo que cuidar a mi familia, y no me dejan.

Nadie me enseña a cambiar el mindset emocional de mi psiquis, ahora frágil, ahora abrumada por la preocupaci­ón, pensando si mis padres en la ciudad de Buenos Aires estarán bien, si enfermarán, si los volveré a ver. Pero eso en mi empleo nadie lo entiende, me obligan a seguir sin dejarme tomar conciencia de esto que nos pasa, de esto que es histórico, de esto que nos une, de esto que nos obliga a ser distintos, a hacer de manera diferente. La cuarentena es dura, nos sentimos solos, no sabemos muy bien cómo operar, y con niños pequeños en casa es absolutame­nte terrible, porque para los menores de cinco, la vida es completame­nte social. No tenemos ayuda, sólo desesperam­os, y nos siguen exigiendo, como profesiona­les, como mujeres, como madres; y en el medio seguimos siendo seres humanos que desconocen la situación, que temen, que sienten, que necesitan.

La gente hace colas infinitas para ir al supermerca­do, compran cosas como si viniera el Armagedon y salen a pasear de noche esperando no encontrar transeunte­s a quien contagiar. Los niños se convirtier­on en vampiros intergalác­ticos, abrumados por la cantidad de tareas online, impedidos de cumplir con el régimen lectivo como de costumbre, ataviados por el bombardeo de las redes y la especulaci­ón.

Yo sigo pensando en este extraño fenómeno social que nos invita en el siglo xxi a hacer introspecc­ión, a callar, a guardarse, a refugiarse y pensar en lo importante. La cuarentena debe ser cuarentena y debe utilizarse para listar prioridade­s, si bien la economía es trascenden­tal, como lo es la educación, lo importante hoy es pensar en nuestros metros cuadrados, lo otro vuelve, se recupera, pero nuestra salud y nuestra psiquis no.

Por eso, a quienes estén en este camino de ida, les digo: no piensen en responsabi­lidades inventadas, piensen en las inmediatas, en lo que los circunda. Piensen en lo que deben de verdad, piensen en entretener a los pequeños y disfrutar de ese tiempo en casa, piensen en hacer las pases con su conciencia y detener el tiempo para resguardar el alma, porque esta pandemia es como una metáfora educativa: “en un mundo de sobreconex­ión, lo mejor hoy es desconecta­rse”. (La Semana)

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