Me quedé sin hablar
Sentí que me miraba mientras estaba en el patio de recreo cuando hablaba con mi hija. Ella debe ser la abuela de alguien, pensé. Tal vez solo sea una curiosa, como suele haber tanta gente así. Luego dio un paso hacia mí - uñas rosadas, cabello rubio oscuro — y abrió la boca, en-fa-ti-zan-do cada palabra. “Habla inglés”, ordenó. “Estás confundiendo a la pobre niña”. Se me revolvió el estómago de coraje Me levanté del césped y me preparé para responder. Y lo hice. Pero no antes de que una vieja sensación familiar me invadiera, una mezcla de miedo y vergüenza que solía llevar como si fuera una mochila en la escuela primaria. Tenía 7 años, solo dos años más que mi hija. Eres una espalda mojada. Sucia beaner. Regresa a Tijuana. Hablas como Ricky Ricardo. Muchos días en la Escuela Primaria Lake Marie terminaron de la misma manera para mí: enojada y humillada, esperando junto a los rosales el Datsun azul de mi madre, con mis zapatillas de imitación y mis vestidos baratos. Pensé que nunca podría ser como los demás. Treinta años después, tengo una carrera, una casa, un esposo, dos autos, dos niños y un perro. Me convertí en ciudadana de EE. UU., vi “The Sound of Music”, leí a Truman Capote, bailé al hokey pokey, estreché la mano de dos presidentes y viví sola durante cinco años en Oregón. Miré, memoricé y practiqué en voz alta todos los estrafalarios refranes americanos que había escuchado: cortar la mostaza, morder la bala, quemar el aceite de medianoche y muchos más. Hice todo esto, pero, de acuerdo con esta mujer extraña, no he hecho lo suficiente, porque todavía hablo español. Estaba en el jardín de niños cuando salí de El Salvador. Mi madre llegó primero, después de que estalló la guerra civil y de que mi abuelo fuera asesinado a tiros en su casa. Mi tía fue asesinada y mi padre fue exiliado y mi tío desapareció, y los cuerpos de tantos otros, uno por uno, aparecieron al amanecer entre los caminos empedrados. Ella envió por mi tan pronto como mi visa fue aprobada. Llegué una noche de verano a una casa de estuco marrón frente a un callejón en South Whittier. Estaba aturdida al reconocer tantas caras que había dejado de ver en El Salvador: tíos, tías, primos que pensé que ya no estaban en mi vida. Mi familia se reunió en el porche para darme la bienvenida y escucharme contar hasta 10 en inglés. Aprendí el idioma rápidamente y pronto me convertí en su intérprete. Me llevaban a entrevistas de trabajo, citas con el médico, oficinas gubernamentales y al DMV. Yo era una superhéroe, corriendo de un lado a otro entre dos mundos. Sabía que el español siempre sería una parte importante de mí. Cuando crecí y me casé, mi esposo sentía lo mismo con respecto a su primer idioma, el armenio. Tuvimos largas discusiones sobre cómo íbamos a trasmitir nuestras lenguas nativas a nuestros hijos. ¿Pero cómo crías a un niño trilingüe? ¿Un niño que pueda entrar y salir de tres idiomas diferentes, sistemas de escritura y culturas? Cuando quedé embarazada en 2012, mi misión fue descubrirlo. Recorrí el Internet, consulté con pediatras y asistí a paneles de discusión con psicólogos infantiles. Mientras tanto, pensaba que mi búsqueda sería considerada como ridícula por muchos de los políglotas que hay en el mundo. Todos los expertos me dijeron lo mismo: la mente de su recién nacido estará abierta de par en par. Ella se sintonizará a cualquier idioma al que esté expuesta por aquellos que cuiden de ella. Sabrá cuándo cambiar de idioma en función de los sonidos que capte de cada voz individual. La clave, según me dijeron, era que cada padre se apegara a un idioma. Me comprometí a hablar solo en español con nuestra hija. Mi esposo se comprometió a hacer lo mismo en armenio. La noche en que trajimos a nuestra recién nacida a casa fue una de las más incómodas de nuestro matrimonio. Nos acomodamos en nuestra cama extra grande para acariciar a nuestra bebé y abrazarla. David le habló en voz baja. Yo también lo hice. Pero no pudimos entender las palabras del otro y la sensación fue de soledad. Y se sentiría así, de vez en cuando, durante años. Aun así, sabíamos que si nos aferrábamos, nuestros esfuerzos serían rentables para nuestra hija. Su mundo sería infinitamente más grande. Esos primeros años, el inglés era como una marea oceánica que se acercaba cada vez más a la puerta de entrada de nuestra casa. Nuestros parientes venían y hablaban inglés a nuestra hija. Le compraban libros en inglés y cambiaban los canales de caricaturas al inglés. Sus primos, de ambos lados de la familia, se criaron casi exclusivamente en inglés. David y yo nos convertimos en algo así como los policías del idioma, y exigíamos constantemente que nuestros familiares volvieran al español y al armenio. Todo esto me hizo pensar en una historia que escribí durante ese tiempo sobre lo difícil que era para los profesionales latinos mantener a sus hijos hablando español. Algunos padres dejaron la tarea a la abuelita. Algunos no pensaron que su español fuera lo suficientemente bueno o dijeron que no tenían suficientes hispanohablantes a su alrededor. A otros les preocupaba que si empujaban demasiado el español, sus hijos se atrasarían en inglés. Varios de mis amigos más cercanos tomaron decisiones que los dejaron con una mezcla de duda, culpa y resignación. De vez en cuando David vacilaba y pensaba que tal vez era grosero hablar armenio en lugares donde la gente no entiende el idioma. A veces, cambiaba al inglés con nuestra hija. Yo le decía que no hiciera eso. “Enséñale a hablar con orgullo, sin importar dónde esté.” Antes de los 2 años, nuestra pequeña niña de grandes ojos marrones y enormes mejillas comenzó a hacer precisamente eso. ¡Mamá, lechita! Papá, Katik! Besito, pachik, perro, shunik. Sus palabras eran gemas que salían de su boca en grupos de dos: una para mamá y otra para papá. Con el tiempo, comenzó a unirlas en oraciones, moviéndose sin esfuerzo entre ambos idiomas. Ella inventaba poemas sobre el sol en español y cantaba su canción armenia favorita, “Im Poqrik Navak,” a todo pulmón en la cocina. Me tradujo en panaderías armenias, y cuando sus abuelas estaban juntas, ella traducía para ambas. Un día, cuando nuestra hija tenía casi 4 años, una vecina notó sus brillantes zapatillas doradas. “Esas zapatillas están geniales,” le dijo a nuestra niña, que respondió en inglés: “Sí, mi mamá me las compró en el centro comercial.” Me quedé boquiabierta. Esa fue la primera vez que la escuché hablar inglés. ¿De dónde diablos vino eso?