COVID-19 se llevó a nuestros padres, recordamos su historia
Mis hermanos y yo perdimos a nuestros padres, Taurino y Silvia Rivera, con semanas de diferencia por el COVID-19. Uno de mis hermanos tuvo que ver cómo se desarrollaba todo desde la frontera en Tijuana, México, porque firmó su salida voluntaria en 2011. Perder a nuestros padres fue lo más doloroso, y aún lo estamos sobrellevando, pero nos ha unido más como familia.
La historia de nuestros padres comienza en un pequeño pueblo de Oaxaca, México. Papá nació el 28 de agosto de 1963 y mamá el 28 de mayo de 1964. Se casaron en el cumpleaños de ella en 1983. Su infancia estuvo llena de maravillas en los campos rurales de Oaxaca, pero también acompañada de mucho trabajo para sobrevivir.
En 1992, como Dios manda, mi padre consiguió que nuestra madre y nuestros hermanos emigraran al norte, a San Diego, para reunirse con él. Nuestros padres eran los verdaderos soñadores llenos de valor para emigrar y comenzar un nuevo capítulo en una tierra extraña.
Mamá y papá eran inseparables desde que eran niños. Fueron compañeros de juego en la infancia y luego amigos por correspondencia. Se casaron muy jóvenes, pero aguantaron hasta el final. Él tenía 57 años, ella 56. Estuvieron casados 37 años y fueron compañeros de trabajo todos los días durante 20. Pasaron 20 años en el ministerio de la iglesia, 10 de ellos como pastores. Mamá era la copiloto de papá, y literalmente hacía señales a otros conductores con sus manos cuando papá se preparaba para cambiar de carril o hacer giros. Lavaban la ropa juntos, visitaban a los enfermos en los hospitales, llevaban comida a las casas. Estuvieron casados hasta que la muerte los separó en febrero. Mamá siguió a papá dos semanas después de su fallecimiento. Creemos que están juntos en el cielo.
A pesar de nuestra pobreza, papá y mamá nos proporcionaron todo lo que necesitábamos cuando éramos niños. Esto era más evidente en nuestros cumpleaños. Después de ocho horas de trabajo, ¿cómo tenían energía para decorar el techo con papeles de colores? ¿Cómo sacaba tiempo mamá para hacer la
comida y hornear un pastel, con las velas encendidas, con papá cantándonos el Cumpleaños Feliz con su guitarra y todos los niños del barrio siguiéndonos, todos apretujados en nuestra pequeña cocina?
Mis padres eran personas muy trabajadoras. Se notaba dentro y fuera de la iglesia. Su rutina diaria durante años consistía en levantarse a las 4 de la mañana, trabajar de 5 a 1 de la tarde, cenar y luego prepararse para ir a la iglesia o al culto en casa. Cuando éramos niños, nuestra casa era un refugio para la gente. A
veces, acogía a familiares y amigos recién llegados de México en busca de una vida mejor. Otras veces, nuestros amigos que necesitaban ayuda se quedaban a dormir. En un momento dado, nuestro refrigerador era un banco de alimentos para nuestros amigos del vecindario.
Cuando era adolescente, papá me llevaba todos los miércoles a predicar a un grupo de hombres en un centro de rehabilitación de la Avenida Imperial. Cada vez que papá oraba por estos hombres con grandes músculos y tatuajes, se derrumbaban. Papá tenía esa manera especial cuando oraba por otros, como si representara lo que más necesitaban en ese momento. Aquellas tardes, me sentía tan seguro con papá. Me sentía muy orgulloso de él por ayudar a los demás a superar los momentos difíciles.
Mamá era más directa cuando evangelizaba. Predicaba a cualquiera que quisiera escuchar. Si hablaban inglés, decía: “My friend, Jesus loves you” (Amigo, Jesús te ama). Si podía, los bautizaba en ese momento. Es entonces cuando papá intervenía para contenerla.
Papá y mamá eran los más felices cuando toda la familia se reunía a su alrededor. Estaban muy orgullosos de ser abuelos. Mi papá decía que Dios los había bendecido con muchas generaciones de siervos para Dios. A él le encantaba hacer trucos de magia para sus nietos, y a mamá le encantaba consentirlos con dulces. Les encantaba compartir sus historias de México sobre la carne asada del patio trasero y las fogatas.
Los voy a extrañar mucho. La mirada compasiva de papá cuando yo había metido la pata. El ceño de mamá cuando algo no estaba bien. La risa contagiosa de mamá. Los suaves abrazos reconfortantes de papá. Los abrazos de oso de mamá. Los besos de mamá en la mejilla. Los besos de papá en la parte superior de mi cabeza. La invitación de mamá para ir a comer a su casa. La fragancia afrutada de mamá. Papá pelando naranjas. El atole de mamá en la fría mañana. Los dedos de papá tocando la guitarra. Mamá maquillándose. Y muchos más momentos íntimos dentro de mi memoria. Pero sobre todo, echaré de menos que me llamen por mi nombre y que me vuelva hacia ellos.
La historia de mamá y papá es una historia de perseverancia y triunfo. Las circunstancias de su muerte pueden parecer una tragedia horrible, como si todo estuviera perdido en medio de esta pandemia, pero no es cierto. Su legado continúa dentro de cada corazón que tocaron con el amor de Dios. Estos corazones llevan semillas de amor.