Los Hijos de La Monja Azul
Capítulo XXC: La Virgen defiende a Sor María en contra del mismo infierno
¡Grande era el regocijo de los espíritus infernales al saber que Sor María había fallecido!
Contaban entre sus mayores enemigos a esa doncella que ensalzaba tanto a la Virgen María con sus alabanzas y escrituras. Ella había clarificado muchos misterios desconocidos y había revelado las parábolas profundas de la Sagrada Escritura.
La muerte de Sor María Ágreda de Jesús era la mejor noticia para ellos. El emperador supremo Luzbel, llamó su primer ministro Lucífugo, para ganarle las albricias. En torno, él mandó a llamar a Baúl, Agares y a Margas, quienes le ayudan a controlar las riquezas y tesoros del mundo.
El gran general Satanaquía, quien tiene poder sobre todas las brujas, les dio órdenes a sus siervos: Prusias, Amón y a Asmodeo a que los acompañasen en esa celebración fúnebre. El príncipe Belcebú bailaba de alegría junto con su capitán, Agaliarepet. Ése maldito es el que descubre los secretos más ocultos del mundo. Sus tres siervos, Bué, Gasón y Mefisto se burlaban a la monja muerta, a quien veían en un estado inútil.
El teniente general Malfloretas, les dio órdenes a sus compañeros Batín, Pursán y a Abijah de que creasen una noche y de una oscuridad impenetrable y que mandasen a los granizos a que cayesen a su alrededor. La despedida de Sor María tenía que ser una ocasión de celebrada por los malhechores en toda la creación.
Tratando de causar la mayor confusión, el gran duque Astarot dio una orden a su jefe superior Sargantanas a que transportase a todos los otros espíritus malignos a impedir cualquier pasaje a Sor María. Los rindió a todos invisibles con la ayuda de los demonios: Lorai, Valefar y Forán.
Finalmente, el mariscal de campo Nebiros, causó enfermedades entre las hermanas religiosas en el convento con la asistencia de Aíperos, junto con los malignos espíritus encargados de las pestes infames.
La muerte de Sor María parecía un asunto triste y su vida terrestre se veía como un tiempo malgastado, como producto de una fe inútil e insignificante. Cuando todo parecía un causo perdido, una oración brotó del alma de Sor María: “San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha; sed nuestro amparo contra la perversidad y las acechanzas del demonio; que Dios manifieste sobre él Su poder; ésta es nuestra humilde súplica. Y tú, príncipe de la milicia celestial, con la fuerza que Dios te ha confiado, arroja al Infierno a Satanás y a los demás espíritus malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas, amén.”
Se abrieron las puertas del cielo y Sor María podía ver a la Virgen María estirándole sus brazos para darle la bienvenida al Jerusalén celestial. La acompañaban una muchedumbre de ángeles y santos, cuyas intercesiones ante la Santísima Trinidad causaron la derrota de todos los demonios e iluminaron el camino de la perfección, como le llamaba Santa Teresita.
Al ver a la Virgen María; ese humilde y pura Madre de Dios, arrebataban los espíritus malignos para largarse de su presencia tan pronto como posible. Sor María sonrió de confianza al contemplar a “María, terror de los infiernos” – nombre cual le agregó a su letanía de loores.
San Miguel no tardó en atrancar las aldabas del Infierno, dándole las llaves a Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción. La reina del cielo presentó a Sor María ante la corte celestial. Conoció a las miles y miles de almas que se habían salvado por medio de su intercesión y por su escritura de “La Mística Ciudad de Dios.”