The Taos News

¡Usa tu cabeza!

- Por Larry TORRES

Mano Juan Fango era el vaquero más feliz en todo Nuevo México. Él era un hombre que siempre estaba cantando mientras que trabajaba.

Un día Mano Juan Fango se encaminaba hacia el pueblo montado en su caballo blanco y, como siempre, con un tono en su labio: “Soy el ranchero afamado, que de la sierra he bajado. Vengo a gastar mi dinero; no les vengo a pedir fiado. Ensíllenme mi caballo, también mi yegua alazana. Si no me llevo a Teresa, siempre me llevo a su hermana. Cuando llegué a la placita, agarré la callecita, preguntánd­ole a la gente, ‘¿Dónde vive Teresita?’ La gente me contestaba ‘Teresita no está aquí. Se la llevaron sus padres, para San Luis Potosí.’”

Alisaba a su caballo blanco porque sin él, iba a tener que caminar una larga distancia y quería que el caballo estuviera muy contento también.

Él iba guiando a caballo color café al mercado para venderlo. Iba muy contento, cantando mientras que miraba todo el paisaje bonito, el cielo, el sol, y las nubes. No se dio cuenta de que lo iba alcanzando una nube muy estruendos­a. Se dio cuenta, pero muy tarde, que lo iba a pescar una tempestad.

De repente, oyó un gran trueno y trató de meterse debajo de un árbol para no mojarse. Antes que pudiera talonearle a su caballo, oyó que iba a pegar una centella. Cuando de repente le pegó la centella, lo dejó tendido por el suelo. Cuando despertó Mano Juan Fango, se dio cuenta de que la centella también les había pegado a sus caballos.

Estaban tendidos, no muy lejos de él, con los ojos cerrados. Mano Juan Fango se levantó para ir a ver a sus caballos. La centella les había pegado con tanta fuerza que les había arrancado las cabezas. ¡Pobrecito Mano Juan Fango! ¡Pobrecitos los caballos!

Mano Juan Fango estaba tan acongojado que no sabía qué pensar. Primero levantaba la cabeza de su caballo blanco y luego miraba la cabeza de su caballo color café. No podía montar a su caballo blanco y no iba poder vender su caballo color café. Primero miraba de una cabeza a otra. Se preguntaba, “¿Cómo le voy a hacer aquí?¡Usa tu cabeza, hombre, usa tu cabeza!”

¡De repente se le ocurrió una buena idea! ¿Por qué no ponerles las cabezas a los caballos otra vez? Era una cosa muy fácil para hacer. ¡Qué buena idea! Nada más, una cosa no fue bien: Mano Juan Fango estaba tan deslumbrad­o por la luz de la centella que les puso las cabezas a los caballo, – ¡pero trocadas! Había puesto le cabeza del caballo blanco en el cuerpo de caballo color café y la cabeza del caballo color café en el cuerpo del caballo blanco.

Siendo que parecía que ambos caballos estaban bien, Mano Juan Fango estaba contento otra vez.

Montó a su caballo blanco con la cabeza color café y guio a su caballo color café con la cabeza blanca. Siguió caminando por el desierto. Después de esa tempestad, el día se puso más y más caliente. Mano Juan Fango tenia mucha sed cruzando el gran desierto de Nuevo México. Tenía que buscar algo para beber.

Allí donde iba caminando por el desierto, llegó a dos ojitos brillantes. Tenían un color muy extraño. No parecía que contenían agua. En el más amarillo había cuajo y el ojito más blanco contenía suero.

Mano Juan Fango miraba de uno ojito al otro. Se puso a pensar y pensar. Allí cerca de él vio a un garrote viejo tirado allí en el desierto. Levantó al garrote y con él trazó una zanjita de un ojito al otro.

El cuajo en un ojito fluyó hacia el suero y el suero en el otro ojito fluyó hacia el cuajo, de manera que ya para cuando se puso el sol y la luna había salido, Mano Juan Fango se había hecho una pilita de queso.

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