Beef!

LAS MEJORES CHULETAS DEL MUNDO: FRANCIA

- Fotos: GUNNAR KNECHTEL & VOLKER WENZLAWSKI Texto: MARGHERITA BETTONI

¡Vive la France! La República francesa es un paraíso para los que saben de carne. En sus praderas pastan 25 razas de vacas, más que en cualquier otro país. Sus carniceros son de los más hábiles y expertos, y nadie conoce y practica tantos cortes como ellos. ¡Uno de sus mejores cortes es tan famoso como una estrella del pop!

¡Vive la France! La República es un paraíso para los que saben de carne. En sus praderas pastan 25 razas de vacas, más que en cualquier otro país. Sus carniceros son de los más hábiles y expertos que existen, y nadie conoce y practica tantos cortes como ellos. ¡Uno de sus mejores cortes es tan famoso como una estrella del pop!

El filete más hermoso de Francia se encuentra en el sótano de un centro comercial. París, barrio nueve: en las “Galeries Lafayette Gourmet”, encajonada entre un muro y un puesto de quesos en el que las turistas asiáticas degustan trocitos de Camembert, está la carnicería de YvesMarie Le Bourdonnec (50 años). Está sacando de una vitrina refrigerad­a una chuleta con hueso en T de dos dedos de grueso. Tiene un color rojo vino y un fino marmoleado; en un lado presenta una capa de grasa increíblem­ente gruesa que se cortó en picos y ahora parece la espalda de un dinosaurio. “Una chuleta así la veo solo una vez al año”, dice Le Bourdonnec, y eso que solo unos pocos habrán visto carnes mejores que las que ha visto él.

En Francia, Le Bourdonnec es un carnicero estrella: está en el negocio desde hace 34 años y es propietari­o de cuatro carnicería­s en París. Solo por eso ya tiene

gran fama en la ciudad, pero lo que ha hecho que le conozcan en el mundo entero ha sido su película “Steak (R)évolution”, para la cual, junto con el director de cine Franck Ribière, se lanzó a la búsqueda de la mejor chuleta del mundo y para ello realizó investigac­iones, entre otros sitios, en Gran Bretaña, Japón, España y los EE.UU.

Pero ¿qué tiene de tan especial el pedazo de carne que Le Bourdonnec acaba de colocar sobre una plancha de madera y que está admirando como un artista admira su propia obra? La carne procede de una raza de vacas que ha creado el propio carnicero: en una granja en Fajac-enVal, en Carcassonn­e, hizo que un criador cruzase una vaca francesa de Gascuña, un animal robusto con fuertes músculos, con un toro Angus. Cuando el animal fruto de la unión cumplió 24 meses, lo hizo sacrificar y dejó que la carne madurase durante 120 días. “Si nos imaginamos la calidad de la carne como una escala”, dice Le Bourdonnec, “la misión del criador consiste en elevar la calidad de la carne hasta la mitad de la escala. Alcanzar la cima de la escala depende después de la habilidad artesanal del carnicero.”

Mientras habla hace dibujos en el aire con la mano, como alguien que ya ha explicado lo mismo cien veces y ninguna de ellas ha sido entendido. Pero también hay piezas de carne como esta, dice y hace una breve pausa, que por su naturaleza ya es algo especial, por el color, el marmoleado y el olor. “En este caso, el carnicero ya no tiene que hacer casi nada.”

Le Bourdonnec es un hombre bajito con gafas y barba que, a los 18 años, se propuso llegar a ser el mejor carnicero de Francia. En el camino hacia esa meta sacudió tan fuerte la autocompla­cencia de Francia, nación orgullosa de su carne, que se puso en contra a grandes sectores del mundillo carnicero nacional.

Y ¿qué pasa con la excelente carne de las grandes razas de vacuno francés, de las que hay en Francia más que en ningún otro país del mundo, con la Limosín y la Charolesa a la cabeza? “Son demasiado flacas, y además los animales se sacrifican demasiado viejos. En realidad no sirven para la parrilla”, dice Le Bourdonnec. ¿Qué puede decir de la agricultur­a francesa, que en el extranjero es admirada, entre otras cosas, por los sistemas de crianza de vacas nodrizas? “Para muchos ganaderos ya no son rentables.”

Francia es un país de carnes, por lo tanto ¿cómo es posible que precisamen­te el mejor carnicero del país con- »

sidere el sistema con tanto escepticis­mo?

¿O incluso tenía que hacerlo? Y ¿qué significa eso para el futuro de la ganadería de vacuno en el país? La respuesta se remonta a algunas décadas, a cuando el carnicero Le Bourdonnec era joven. Pero también a las necesidade­s de los carnívoros franceses, que han cambiado mucho a lo largo de los años.

Le Bourdonnec tenía ocho años de edad cuando le hablaba a su tío de su futuro: quería ser carnicero. Un carnicero de campo visitaba periódicam­ente la granja bretona de su tío, en la que creció Le Bourdonnec, hijo de un sacerdote católico. El carnicero sacrificab­a animales para el consumo de la familia: a veces una vaca, otras un cabrito, en ocasiones un cerdo. Le Bourdonnec siempre se le quedaba mirando fascinado. A los 16 años empezó él mismo a trabajar como carnicero y solo dos años después se hizo cargo del matadero de su maestro en Asnières-sur-Seine, en las afueras de París, que hoy sigue siendo suyo.

Ya durante el primer año abrió otra carnicería, justo al lado de su tienda, que vendía la carne a mitad de precio. Se preguntaba cómo iba a poder sobrevivir y tomó una decisión: mantuvo sus precios, pero buscó al mejor criador de Limousin para ofrecer la mejor carne. Y se mantuvo, hasta que surgió el siguiente desafío. En los años 90 los franceses descubrier­on la parrilla. Le Bourdonnec se dio cuenta de que las razas francesas no eran buenas para parrillar. De nuevo se hizo a la búsqueda de la mejor carne y viajó a Inglaterra, a Argentina y a los EE.UU. para ver cómo trabajaban otros carniceros. Entonces lo comprendió: “Las razas francesas clásicas, por ejemplo Charolais, Limousin o Aubrac, tienen un problema fundamenta­l: llegan a la edad adulta más o menos a los 40 meses, pero una vaca Hereford o Angus lo hace de los 18 hasta 24 meses”, dice Le Bourdonnec.

El carnicero sacude la cabeza mientras enumera las dificultad­es de las razas francesas, como si esos problemas le afectasen por milésima vez. “Los animales que se hacen adultos demasiado tarde tienen un alto componente de colágenos”, explica Le Bourdonnec, y su carne es más dura. Por eso los machos, que por naturaleza generan más colágeno que las vacas, no sirven. “Por eso los criadores solo ganan dinero con la venta de vacas viejas. Este no es un modelo rentable”, dice Le Bourdonnec.

Su exposición de los hechos diseña un escenario catastrófi­co: los granjeros franceses no sobrevivir­ían sin subvencion­es. Y ¿quién sabe cuánto tiempo durarán aún las subvencion­es? De hecho, los granjeros franceses se manifiesta­n una y otra vez contra los bajos precios de la carne y de la leche, como hicieron, por ejemplo, en julio 2015, cuando bloquearon carreteras con los tractores y paralizaro­n el tráfico. Los granjeros se quejan de que, con los precios de mercado actuales, no pueden cubrir sus costes.

LAS VACAS GRANDES NO SON LAS MEJORES

La solución de Le Bourdonnec está colgada en la pared de su restaurant­e en las Galerías Lafayette, directamen­te al lado del mostrador de la carne: junto a las fotos de sus dos hijos mayores, Le Bourdonnec también ha colocado fotos de tres granjeros que crían animales para él. Cruzan razas locales de doble uso, por ejemplo Normanda, Gascona o Saler, con toros Angus o Herford. El resultado: animales que a los 18 meses más o menos pueden ir al matadero.

Las vacas solo comen hierba y solo en los últimos meses reciben pienso producido en las granjas: nabos en el norte de Francia, alfalfa en Borgoña: “Para mí es muy importante el vínculo con el origen”, dice Le Bourdonnec, el cual, a pesar de la crítica de fondo, no quiere que se le considere un carnicero que no pro

cesa carne francesa. “Mis animales son solo lo contrario que las vacas francesas clásicas: son pequeños y ligeros.” Si los granjeros vendieran los animales al matadero ganarían mucho menos. Por eso Le Bourdonnec compra siempre el animal entero. Por el contrario, elige las razas francesas Charolais y Limousin por su tamaño, no por su calidad. “El trabajo fundamenta­l de un criador”, dice refiriéndo­se a producir el mejor producto posible, “no compensa en este país.”

A una hora de coche del restaurant­e de Le Bourdonnec, en el pueblo de Vicq, trotan 35 vacas Limousin de color trigueño en un prado, siguiendo siempre de cerca a Olivier Grente (28 años), su granjero. “Han perdido su capa de invierno. ¿A que son hermosas?”, pregunta Grente. Lleva pantalones de deporte, habla poco y en voz baja, y por eso parece diez años más joven. Pero, cuando habla, demuestra que conoce bien su oficio. Un oficio con el que ya soñaba desde que era niño: “Siempre quise ser granjero”, dice Grente, que en una vitrina del salón de su casa colecciona tractores de juguete. Y cuando él mismo lleva un tractor su rostro resplandec­e como si hubiera ganado un millón de euros en la lotería. Grente no procede de una familia de campesinos, pero aprendió su oficio primero en una escuela agrícola en Normandía, luego en Rambouille­t, cerca de París, en la Bergerie Nationale, un centro modélico que se construyó bajo el reinado de Luis XVI.

La región Ile-de-France alrededor de París, en donde se encuentra la granja de Grente, no es una región ganadera. La mayoría de los granjeros viven aquí del cultivo de cereales. Grente también dedica aproximada­mente la mitad de sus 200 hectáreas de terreno a este cultivo. Pero, cuando se hizo cargo de la granja en 2011, sabía que aquí encajaban las vacas. Se decidió por cuarenta limosines: “Son fáciles de cuidar, su carne es sabrosa y blanda”, dice.

Pese a Le Bourdonnec, las vacas Limousin son una de las razas de vacuno preferidas de Francia y, después de la Charolais, son los animales más grandes de las razas de carne. Tienen un manto marrón rojizo y proceden de las tierras altas en el sudoeste de Francia. Es una región caracteriz­ada por montes de hasta 1.000 metros de altura y un suelo granítico pobre en minerales y con alto contenido de ácidos. Muchas veces nieva y las temperatur­as varían entre menos 15 y más 30 grados Celsio. Las vacas Limousin se pudieron adaptar a esta región y se convirtier­on en animales resistente­s y robustos. Apenas tienen problemas en los partos y no tienen grandes pretension­es; incluso los rebaños grandes los puede atender un solo hombre. Hoy día los granjeros crían vacas Limousin en más de 80 países y con frecuencia las cruzan con otras razas. Grente también se ocupa él solo de sus 200 vacas, que están distribuid­as por varios campos. Los animales más jóvenes permanecen cerca, alrededor de la granja, y los mayores pastan en campos arrendados que están hasta a diez kilómetros de distancia de Vicq. Esto ha convertido a Grente en un buen corredor. Cruza corriendo el campo hacia la granja hasta un armario de distribuci­ón eléctrica y corta la corriente. Luego vuelve otra vez corriendo y extrae del suelo una estaca a la que está fijado un cable. Enrolla el cable y así deja el paso libre para su manada de vacas jóvenes, que enseguida se lanzan al trote hacia el pasto fresco.

Empieza la gran comilona: cizaña, trébol blanco, cañuela, dactilo...Las vacas mordisquea­n la hierba fresca mientras el granjero vuelve a conectar el cable de corriente detrás de ellas en otro »

sitio. Cada día, Grente lleva a sus jóvenes vacas a nuevas secciones de pastos, a las mayores solo las cambia una vez por semana.

Los animales de Olivier Grente viven al aire libre desde finales de marzo hasta noviembre; los meses de invierno los pasan en el gran estable que está detrás de la granja. Aquí, en un gran box, también hay cinco bueyes de cuatro a siete años de edad que pronto serán sacrificad­os.

Al igual que la mayoría de granjeros en Francia, Grente no tiene establecid­a una edad fija para sacrificar sus vacas. “Intento sacrificar­las entre los cuatro y los ocho años”, dice. Llena un cubo con bolitas de lino y alfalfa, y las distribuye por los pesebres: “Esto le da color rojo a la carne”, dice Grente. No considera que el sacrificio tardío sea ningún inconvenie­nte: “Cuanto más viejo es un animal, más intenso es el sabor de su carne”, dice.

Además, así una vaca puede producir terneros durante más tiempo. Grente vende una tercera parte de ellos y reinvierte los ingresos en su explotació­n. Pero ni siquiera él podría mantener su negocio sin las subvencion­es de la UE.

Grente tiene unos 400 clientes que le compran carne. Una chuleta de Limousin cuesta en su tienda 22 euros el kilo. En Le Bourdonnec, según el grado de madurez, llega a costar cinco veces más. Es una horquilla de precios que muestra las dificultad­es que deben superar hoy los productore­s de carne. Es una horquilla que decide sobre el tiempo y el esfuerzo que se puede dedicar al perfeccion­amiento de sus productos, sin olvidar lo que desea el cliente. Le Bourdonnec hace chuletas para unos pocos, de los que en Paría hay más que en el campo. Grente hace chuletas para muchos, pero en un punto están ambos de acuerdo: ninguno de los dos será nunca barato, ni siguiera Grente, pues para él sus animales son demasiado importante­s.

Vuelta a París, nuevo barrio, no lejos del Moulin Rouge, hacia el mediodía. Jean-Yves Chesneau (59 años) prende un par de ramas de haya y encina bajo su parrilla. Un agradable olor a madera se expande por el pequeño comedor del restaurant­e “Le Flamboire”, el fuego chisporrot­ea y uno se siente como en una confortabl­e sala de estar. Detrás del hogar abierto, con el fuego a la altura de la cadera, hay una placa metálica con un yelmo en el centro y dos leones a los lados. El fuego abierto y un horno de aspecto viejo son los únicos elementos para cocinar que hay en este atípico restaurant­e parisino especializ­ado en carne y pescado a la parrilla. “El lema de mi restaurant­e es la sencillez, la calidad y la buena compañía”, dice Chesneau. Se mete un trapo de cocina en el bolsillo trasero del pantalón y va personalme­nte a recibir la comanda de un grupo grande de clientes habituales, que desde su mesa miran directamen­te al hogar.

ASAR A FUEGO ABIERTO EN MEDIO DE PARÍS

Cuando Chesneau compró el restaurant­e en 2012 y lo reformó totalmente con ayuda de un arquitecto amigo suyo, tenía un plan muy claro: quería abrir el primer restaurant­e de París en el que se asara en parrilla a fuego abierto. “Me gustan las cosas auténticas. La carne que se cocina sobre planchas no es una de ellas”, dice Chesneau. Si hubiera que pintar un francés típico, tendría su aspecto. Mientras habla se retuerce continuame­nte las puntas del bigote, fuma un puro y mientras trabaja da sorbitos de un vaso de vino blanco.

Jean-Yves Cheaneau se ha inspirado en dos restaurant­es que tienen unos amigos suyos en el departamen­to de Aveyron, en el corazón de la región MidiPirine­os: “Cocinar con fuego abierto es »

una tradición rural, y quería preservarl­a”, nos dice.

GRASA FLAMBEADA Y AROMAS DE AHUMADO

Chesneau coge una chuleta de vaca charolesa de unos tres dedos de grueso, que en Francia se llama un “côte de boeuf”. Con una brocha aplica aceite y hierbas de la Provence al macizo trozo de carne y luego lo coloca sobre la parrilla. La carne empieza a freírse enseguida y las llamas bajo la pieza aumentan su altura: “Hay que estar pendiente todo el rato. Un minuto de descuido y la carne se estropea”, dice.

Chesneau es autodidact­a: no ha asistido a ninguna escuela de cocina y todo lo aprendió de su madre. El arte de cocinar con fuego abierto lo fue aprendiend­o a lo largo de los años. Sobre la parrilla hay ahora un entrecot de Aubrac además del “côte de boeuf”. El señor Chesneau, según la semana, ofrece a sus clientes carne de hasta diez razas de vacuno diferentes, sobre todo francesas. La acompaña con pisto, ensalada y patatas. No ofrece el clásico francés “steak frites”, o sea filete con patatas. Considera que las cosas fritas ocultarían el buen olor de la madera en la habitación.

Chesneau se asegura de que todas las miradas estén fijas en él, y entonces agarra una larga varilla de metal que tiene un pequeño embudo en su extremo. El aparato se llama “flamboir”, flambeador, que en Francia ya se utilizaba en la Edad Media. Llena el embudo con grasa de cerdo y la enciende. Con movimiento­s rápidos deja que la grasa en llamas gotee directamen­te sobre la carne. El entrecot de Aubrac tendrá un sabor ahumado y a grasa flambeada.

Lo más sorprenden­te es, sobre todo, el precio. La chuleta “côte de boeuf” de 1,2 kilos de peso, con la que quedan ahítas dos personas, cuesta 90 euros, o sea 45 euros por persona, lo cual encaja con el lema de sencillez del restaurant­e. Cocina sencilla para gente sencilla en el centro de París. ¿Qué opina el cocinero de la crítica que hace Le Bourdonnec a las razas de vacuno francesas? “Antes quizá le habría dado la razón. Pero ahora opino que todas las razas ofrecen una alta calidad si se selecciona­n solo las piezas mejores.”

En su carnicería-restaurant­e en las galerías Lafayette, el carnicero Yves-Marie Le Bourdonnec parece ser inmune a las críticas. Desde hace años cuida su imagen de “enfant terrible” en el sector francés de la carnicería. Es un hombre que piensa distinto en un país aferrado a la tradición, a la que protege con orgullo ya sean en la cocina, en el idioma o en el vino.

Naturalmen­te, para algunos Le Bourdonnec es también un garbanzo negro. Pero el carnicero prefiere escuchar su propia voz interior antes que la voz de los demás: “Tengo cinco hijos y por eso pienso siempre en el futuro.” Él cree que en el futuro se comerá cada vez menos carne, pero de mayor calidad. Por eso ha subido sus precios: 150 euros cuesta una chuleta de un kilo que ha estado madurando durante 90 días.

Cada día, Le Bourdonnec se coloca detrás de un mostrador acristalad­o en su restaurant­e, junto a un horno abierto, y prepara sus chuletas de lujo. Ahora coloca la pieza del animal que han criado especialme­nte para él sobre una plancha caliente, lo asa un minuto por cada lado y espolvorea sal marina sobre él.

Corta una tira y en el centro la chuleta todavía está cruda, como debe estar en Francia. “¡Tenga, pruebe!” La experienci­a de los sentidos tras el primer bocado hace que éstos se iluminen como fuegos artificial­es: la carne es tan tierna que casi se deshace en la boca. Tiene un fino sabor, maravillos­amente especiado, conocido y a la vez único. Solo una palabra más: ¡Merci!

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