LA VIDA, MEJOR PASITO A PASITO
ALIAS Uno de mis mejores amigos siempre dice: «Me gustaría tener más tiempo libre para poder perderlo». Unos meses atrás, empecé a entender a qué se refería exactamente, porque me hice un esguince en la rodilla que, aunque parezca mentira, supuso un antes y un después en mi manera de percibir el tiempo. Para empezar, tuve que dejar de correr, mi mayor afición durante años. No fue fácil. Y, como no abandoné el placer de la comida, pronto comencé a notar, digamos, algunos cambios en mi cuerpo. Así que, una mañana, me despedí de mi Mini amarillo y, en la estación de Chamartín, me subí al tren de cercanías. Ese día, en vez de mis 2.000 pasos de media, di 10.000 y me convencí de que caminar es muy sano. Curiosamente, yendo más despacio fue como noté que el tiempo avanzaba cada vez más deprisa. Pensé: «No quiero ir tan rápido». Sí, entiendo a mi amigo. Prueba de ello es mi viaje más reciente a Cantabria. Allí, de la mano de Pilar Velarde, dueña del restaurante Bodega La Montaña –un templo de la cocina tradicional y el buen tapeo– y del restaurante Santa Luzia –ideal para fiestas de las que me gustan–, conocí a un grupo de pequeños empresarios de la zona que conforman una cofradía de proyectos slow relacionados con el comer y el beber. De esta manera, llegó a mi vida Isabel García, que se presenta a sí misma como orujera, lo cual impacta bastante. La verdad es que, independientemente de lo alegre y divertida que es, ha logrado el éxito gota a gota desde los alambiques de cobre que heredó de su abuela. El año pasado, recibió el premio de Excelencia a la Innovación para Mujeres Rurales por su orujo Justina de Liébana. Sus aguardientes y licores, elaborados con menor graduación que antaño, son para disfrutarlos con calma. «Bébeme despacio, que tengo prisa», reza una de sus etiquetas. El de crema está para morirse... lentamente, jajaja. Asier Alonso, un ingeniero convertido en bodeguero, es otro de la pandilla que considera cada segundo un regalo del cielo. Junto a su mujer, Miriam, nos recibió con un vino caliente en su bodega, Sel D’aiz, ubicada en Castillo Pedroso. Era un riesling al que le añaden canela, clavo, azúcar, naranja y limón; se prepara al fuego pero sin que llegue a hervir (para que no pierda mucho alcohol, jejeje). Hay que probarlo: es un brebaje que te reconforta y que ahuyenta las prisas. Y, en ese estado, recorrimos sus viñedos, con una copa de su albariño Yenda en la mano, mientras llovía y salía el sol. Entonces, apareció el arco iris entre los valles pasiegos. El tiempo se detuvo. De regreso a Santander, coincidimos con otro de los protagonistas de este movimiento, Carlos Zamora, muy reconocido en el sector por sus restaurantes Deluz, Días Desur, El Italiano y El Machi, los cuatro en Santander, y La Carmencita, Celso y Manolo y La Vaquería Montañesa, en Madrid. Nos encontrábamos, precisamente, en El Machi, frente a un rape gigante, un precioso rodaballo y unos anaranjados cucos –que, aunque menos valorados por el público, según Carlos, están buenísimos fritos–, cuando llegó