DE LA COCINA Y LA LIBERTAD
Mi abuela Valeria madrugaba y salía al mercado, en el barrio romano de Prati; cuando volvía, cargada de verduras, carnes y quesos, se ataba el delantal, entonaba canciones italianas de los años 50 –que a mí me parecían melancólicas y tristes– y, con todo su amor, preparaba fettuccine al ragù, que siguen siendo mi plato favorito. Yo me ponía de puntillas y me asomaba a la encimera; miraba fascinada a aquella mujer alquimista, la responsable de que, entre fogones y pucheros, haya acabado encontrando un lugar en el que reposar de mis inquietudes, preguntas y pensamientos.
Aunque mi madre, Rita, heredó las habilidades de la suya, no disfrutaba especialmente en la cocina (y detestaba ir a la compra). Sin embargo, le apasionaba componer la mesa, decorar la casa, vigilar cada detalle; mimaba la ropa de cama, las toallas, la cristalería, los objetos del cuarto de baño, las telas... No pretendía aparentar, sino construir hogares llenos de cariño y donde la belleza de las cosas era muy importante, una obsesión que nos contagió a mi hermano y a mí y que mantuvo en los lugares donde vivió.
Aterricé en España a los 22 años, después de una etapa formándome en París, enamorada de la gastronomía provenzal y de los vinos del Loira. Pero, en lugar de dedicarme profesionalmente a los fogones, decidí abrir una tienda deco en Madrid. Así nació Federica & Co. Eso sí, como si de manera inconsciente supiese que mis planes iban más alla, continué descubriendo sabores y técnicas culinarias, aprendí a valorar las materias primas y a manejarme en la huerta, me empapé de las tradiciones de otros países. Y, poco a poco, fui incorporando la cocina a mi oferta; primero, con cursos y cenas especiales en el establecimiento de la capital; después, con talleres y experiencias gourmet en mi casa de Novales (Cantabria), el proyecto que emprendí con mi marido, Jaime, en 2016.
Siempre digo que ni Federica & Co es un restaurante ni yo soy una chef; soy alguien que abre las puertas de su hogar para proponer platos sencillos, familiares, salpicados de historia y de amor y cuidados hasta el extremo, en un entorno (las velas, las fores, la música y los silencios, la naturaleza, con sus praderas, lirios y manzanos) que contribuye a que los comensales escapen de la rutina y se desprendan del bagaje que traen bajo el brazo.
Y aquí sigo, rodeada de libros de recetas italianas de siempre (los traje de un viaje a Florencia durante el que me asaltó una avalanca de recuerdos de la infancia), de apuntes de mis tías y de las abuelas de mis amigas, de pequeños secretos robados a parlanchines propietarios de trattorias. Los cursos que imparto en Novales son así: terapias de grupo en las que pasamos uno o tres días enteros en mi pequeño refugio, probando ingredientes, compartiendo, conociéndonos. Sintiendo esa libertad y esa cercanía que solamente se encuentran dentro de una cocina.