Con hambre de historia
Finlandés de corazón turco, cambió el surf por los fogones y desde entonces recorre la región de Asia Menor para encontrar ingredientes casi olvidados que hoy brillan en su restaurante, Mikla, en Estambul.
Especias, brasas, humo, pescado, flores, naranja. Un aroma dulzón y caliente flota en la ciudad, sobre todo, cerca de los bazares, al inicio del Cuerno de Oro, bajo el puente de Gálata. Más allá del peso de siglos de historia, de mezquitas y palacios, de un skyline zigzagueante de minaretes, cúpulas y rascacielos y de las colinas verdes que resbalan hacia el Bósforo, Estambul, con sus tres escenarios separados por agua, es un gran restaurante. «Es el mejor escaparate de cocina turca. Un inmenso salón en el que la gente disfruta con especialidades diversas en medio de un decorado de belleza inigualable», dice Mehmet Gürs (Finlandia, 1969), responsable de capitanear esa liga extraordinaria de chefs locales que reivindica los orígenes gastronómicos de un país a caballo entre dos continentes –y eso marca mucho– y rico en materias primas. ¿Su centro de operaciones? Mikla –nombre vikingo de Estambul–, en el hotel Marmara Pera, con vistas de infarto del barrio de Sultanahmet. «Peinamos las aldeas de Asia Menor en busca de ingredientes que, readaptados a hoy, inundan nuestra carta», sintetiza.
Eres hijo de una diseñadora finlandesa y un arquitecto turco y creciste en Suecia. Después, estudiaste en
Estambul y completaste tu formación en Estados Unidos. ¿Te consideras un nómada o un trotamundos?
Mis padres eran ambos intelectualmente inquietos. Estaban siempre interesados en nuevos lugares, en nuevas experiencias.››
«ES NECESARIO ACEPTAR LAS DIFERENCIAS CULTURALES Y EVITAR CUALQUIER BARRERA NACIONAL, ÉTNICA O RELIGIOSA»
Heredé su curiosidad. Quiero saber qué hay sobre la siguiente colina, sobre la próxima ola. Ese impulso conduce mi trabajo.
En 1985 os trasladasteis a Estambul. ¿Cómo te sentó el cambio?
No fue nada fácil. Venía de una de las sociedades más liberales del mundo y me encontré con un entorno muy conservador. ¡Con 15 años y las hormonas revolucionadas! Sólo pensaba en chicas y en surf.
Hablas del surf como el objeto de tus deseos. ¿Qué has aprendido del mar?
Humildad. No importa la experiencia que tengas: el océano te humillará. Es un buen correctivo para el orgullo. Soy un adicto a las tablas. Antes que cocinero, quería ser
surfero y embarcarme en viajes por Samoa, Fiyi, Java... Hace poco leí Años salvajes, de William Finnegan, y es maravilloso.
Aquí, ¿dónde cabalgas las olas?
¡Turquía es una de las mecas del surf ! Ya en los tiempos de los otomanos, los pescadores practicaba bodyboarding en el mar Negro. En Alanya, por Rumeli Feneri... ¿Crees que hay mucha diferencia entre el Estambul de entonces y el de ahora?
En los 80, Turquía se estaba recuperando de un brutal golpe militar que mantuvo el país relativamente aislado, a pesar de una apertura económica hacia el final de la década. Al principio, fui un tanto reticente al contacto con la cultura turca; vivía en lo que llamaba mis propios guetos: el colegio, la casa y el club de vela. Ahora, la situación, aunque un poco inestable, es distinta. Los artistas miman el barrio de Ortaköy; Cihangir, antiguo refugio de los franceses, está tomado por anticuarios, tiendas deli y cafetines; Kadiköy, uno de los más animados de la orilla asiática, es conocido por su vibrante mercado; Beyoğlu, hogar de los comerciantes armenios, griegos y judíos en épocas pasadas, ha mutado en el epicentro de la vida nocturna y las galerías.
¿Cuándo te decidiste por los fogones?
En 1996 regresé a Estambul y abrí un restaurante de aires escandinavos, franceses y americanos con mi padre y mi tío. Una
«LA GASTRONOMÍA CLÁSICA PELIGRA POR LA HOMOGENEIZACIÓN DE LOS SABORES»
mezcla rara. Cada noche había una lista de espera de cinco horas. Tenía 27 años, era un chulo y pensaba que no reflejaba lo que quería. Luego, aposté por un club con burgers, pizzas y pasta, pero tampoco era yo. Quería servir comida real, con un origen y una historia detrás. Y en 2005 llegó Mikla, con dos personas de mi confianza al frente: mi mano derecha y sumiller, Sabiha Apaydin, y mi primer chef, Cihan Çetinkaya. ¿En qué momento se cruzó un antropólogo en tu vida?
Tangör Tan es también investigador, ingeniero agrario y doctor por la universidad italiana de Ciencias Gastronómicas, auspiciada por Carlo Petrini, fundador del movimiento Slow Food. Tangör es amigo y parte de Mikla desde 2009: recorre las regiones más inestables del mundo, como la zona montañosa de Anatolia –Turquía, Siria, Irán, Irak...–, con el fin de encontrar tradiciones y técnicas no escritas y productos transmitidos de generación en generación que están perdiéndose a toda velocidad. ¿Lo has acompañado en alguna ruta?
¡Claro! Hemos bebido 10.000 tazas de té, dormido en cientos de hogares, visitado casi 500 aldeas y hecho más de 110.000 kilómetros por carreteras rurales. Si desaparecen los agricultores, desaparecen los productos, y, si no hay comida, no hay futuro. Ya no es fácil saber qué tenemos en el plato. La gastronomía tradicional peligra debido a la homogeneización de los sabores.
¿Cómo has logrado no caer tú en eso?
Los alimentos representan las tradiciones y la identidad de un país. Hemos creado un archivo digital que está en continuo crecimiento. Cada alimento registrado lleva su nombre en latín, localización, historia, origen, características para su producción…
Una auténtica arca de la cocina.
Una iniciativa que cataloga y conserva todo aquello que puede perderse, con fotografías y vídeos. Hasta ahora, hemos descubierto 250 pequeños productores, tenemos casi 700 elementos registrados y, tras más de 3.000 pruebas, cerca de un 25 por
ciento es interesante para continuar investigando en nuestra cocina laboratorio.
Cenar en Mikla es masticar historia.
Es necesario aceptar las diferencias culturales y evitar cualquier barrera nacional, religiosa o étnica: un panadero en Gaziantep hace el baklava (pastel con masa de nueces trituradas) con un hojaldre tan fino que puedes leer un periódico a través de él. La carne de cordero se la compramos a la familia Yildirim, que vive en las montañas Canik; el queso Kopastini, del que sólo quedan un puñado de productores, en la península de Çeşme; las alcachofas Chios, al granjero Ersïn, en la península de Karaburun.
¿De qué forma la cultura y la gastronomía traspasan las fronteras?
Estas existen sólo porque alguien en Estados Unidos o Francia dibujó una línea en el mapa. La cocina no tiene fronteras. Los chefs tenemos la responsabilidad de poner en valor las cosas que son parte de nuestro patrimonio y que corren el riesgo de quedarse en el olvido. Transmitir el poder transformador de los alimentos.
¿Cómo emprendéis los viajes?
No siempre es fácil. Por ejemplo, hay un productor de queso que vive en la región de Kars, casi en el borde con Armenia. El otro día lo llamamos para ir y nos dijo que quizá no era el mejor momento. Cualquier ser humano con decencia sufre al ver lo que está ocurriendo, pero creo que, pese a lo terrible que es, el éxodo de refugiados tendrá alguna consecuencia positiva.
¿En qué sentido?
Dejarán su huella en la cultura de los países que los acojan. ¿No pasó lo mismo en Andalucía? ¿O en Perú con la inmigración japonesa del siglo XIX? Aquí, y en Europa, también sucederá. Nos veremos engrandecidos por los pueblos que pasen.