Martina Klein, cocinera de diez (o no).
Soy una excelente cocinera, lo que pasa es que aún no lo sé. Tengo un paladar que ha viajado por el mundo, buen apetito, espíritu aventurero, sexto sentido... Llevo la predisposición en los genes: una abuela húngara que cocinaba como los dioses y otra ucraniana que pasaba de todo. Y, aunque la parte ucraniana parece ganar la batalla, estoy convencida de que es sólo en apariencia, porque únicamente me falta ponerme. Aparte de ese pequeño detalle, lo demás está ahí, y eso me convierte en una cocinera audaz, capaz de sorprender a los comensales que se sientan a la mesa, minuciosamente puesta y ambientada. Porque esa es otra: soy una excelente anfitriona, aunque esta verdad como un templo tampoco me ha sido revelada aún. Vivo en una casa bonita, con un gran salón y una gran mesa, y tengo amigos interesantes a los que agasajar. Me gusta estar en casa y que mis invitados se sientan cómodos en ella, pero, puesto que aún no me he dado cuenta de que soy una cocinera superlativa, no he podido ejercer de adorable anfitriona. Sólo la idea de decirles a mis amigos que se acerquen a ver el fútbol me llena de inseguridades. Àqué les doy? Àcómo calculo las cantidades? Àcuándo compro las cosas? Àcuánto tardo en preparar, en emplatar, en dejar las habitaciones impolutas y en estar yo deliciosamente lista, como la Preysler cuando recibe junto a una pirámide de bombones? Empiezo a hiperventilar y al final opto por no convertir mi casa en un evento. Demasiado para mí.
Hay dos tipos de mujeres: las que saben recibir y las que no, y yo vengo a ser un claro ejemplar del segundo grupo, pero sólo por feminismo mal entendido, visionaria de pacotilla de mí, que sabía que la revolución femenina era inminente y decidí convertir el delantal de cocina en una capa de superheroína sin siquiera haberlo usado. Sin embargo, por la ley natural de compensación, ha aparecido en mi vida un ser que viene a subrayarme todo lo que en principio no soy... y que a lo mejor no hace falta que sea porque ya la tengo a ella: mi socia y gran amiga Manuela (Àos he contado que tengo una marca de textil del hogar? Se llama Lo de Manuela, y os invito a empezar a adorarla). Ella sí que cocina rico, y las mesas que prepara son una belleza, porque reúne en ellas las costumbres bonitas de las mujeres de su familia y las funde con sus propios viajes y experiencias por todo el mundo. Lo hace con tanta gracia y naturalidad que parece fácil. Manuela disfruta y pone amor en cada paso del ritual, y eso se contagia. Yo la observo y aprendo, y, desde que está cerca de mí, mis mesas se cubren de lino lavado, la vajilla mezcla la delicadeza de la porcelana de Limoges con el carácter de los animales salvajes grabados y mi salón es una invitación a prolongar las sobremesas, los gin-tonics y las charlas eternamente, pues mis sofás están repletos de maravillosas telas y cojines de los que no dan ganas de despegarse. ÁAH!, porque resulta que también soy buena decorando… Y, gracias a Manuela, empiezo ahora a darme cuenta.