EL EMBAJADOR ASTUR
Visitamos Gijón con el hombre que elevó la gastronomía del principado a la categoría de alta cocina y descubrimos la historia del niño de aldea que se convirtió en un referente sin fronteras.
Pasea por las calles de Gijón de la mano de Nacho Manzano, el chef que elevó la cocina del principado.
Sabes por qué siempre tengo hambre? Porque nací en un restaurante», dice entre risas el chef asturiano Nacho Manzano (La Salgar, 1971). No es que su madre se pusiera de parto una noche en que salió a cenar: es que dio a luz a Nacho en el establecimiento que regentaban. Sí: Nacho nació en Casa Marcial, un negocio familiar que acabaría transformándose en un dos estrellas Michelin.
Las palabras tienen prisa por salir de su boca. Sus pies, sin embargo, caminan despacio por Cimadevilla, un antiguo barrio de pescadores de Gijón que aguarda la calma del presente y preserva las crónicas marinas del pasado. Manzano se ha cogido el día para estar con ELLE Gourmet y camina hasta la cuesta del Cholo, punto de reunión local para tomar unos culinos de sidra. «Aquí he pasado muchas
«¿SABES POR QUÉ SIEMPRE TENGO HAMBRE? PORQUE NACÍ EN CASA MARCIAL, EL RESTAURANTE DE MI FAMILIA»
horas», cuenta con nostalgia mientras mira el mar. Al encontrar la inspiración que regala el horizonte, como un espejo que habla de nosotros mismos, evoca el camino que lo ha llevado a convertirse en uno de los cocineros asturianos más importantes de la historia. «Mis padres tenían una tienda bar de pueblo en La Salgar –una aldea perteneciente al concejo de Parres, en Arriondas–. Preparaban un montón de menús por encargo, y, desde pequeño, eso yo lo vivía igual que una fiesta. Un día que mi padre estaba con el ganado y mi madre andaba desbordada, vinieron unos médicos a comer; yo, con mis 13 años, me hice cargo de la situación: me metí en la cocina y me inventé unos tortos –tortas de harina de maíz fritas– con un revuelto de cabrales por encima», recuerda. La improvisación, si viene cargada de genialidad e ilusión, proporciona grandes resultados. Y la historia de Nacho da fe de ello: aquellos médicos salieron encantados y al jovencísimo chef los tortos le cambiaron la vida. «Por eso siguen en las cartas de todos mis restaurantes», subraya.
APRENDER OBSERVANDO
Manzano deambula por el centro de Gijón como el turista que saborea el misterio de una ciudad nueva. Llegó aquí en la década de los 80 para trabajar por primera vez (rondaba los 15). «Venía de una aldea y el cambio supuso un choque brutal. Comencé en el mítico Casa Víctor –actualmente cerrado–: removía el arroz con leche y fantaseaba con el día en el que me dejaran abrir un pescado. Pasaron meses hasta que eso ocurrió. Aprendí el oficio mirando. Antes los cocineros no compartían su sabiduría como ahora, en congresos, libros o redes sociales. Con el tiempo, hemos
descubierto que, difundiendo el conocimiento, avanzamos juntos». Víctor Bango, ese mentor del que habla con admiración, fue un gran innovador, «el primero en trabajar con algas y oricios, un hombre cultísimo –rememora–. El pintor asturiano Orlando Pelayo, que estaba exiliado en París, cuando regresaba a Gijón le contaba cosas de la gastronomía y él las adaptaba a su manera. Era increíble». Nacho permaneció siete años a su vera; junto a él maduró como persona y como cocinero. Pero, siempre que regresaba a su pequeña aldea, soñaba con convertir el establecimiento familiar en su restaurante. Para ello, probó pequeños cambios: sacó los toneles de sidra que ocupaban el piso inferior de la tienda bar, puso suelo de hormigón y montó un comedor. Al cumplir 22 años, en una de sus visitas para descansar, decidió no volver a Gijón y quedarse con la familia para poner en marcha su proyecto de Casa Marcial. Era 1993 y, con las primeras raciones que sirvió, comenzó el boca a oreja. «Veía claro que no iba a repetir las recetas aprendidas en Casa Víctor», matiza. Sin embargo, sí repetiría los tortos que había inventado de adolescente y las recetas tradicionales del clan Manzano: el arroz con pitu de caleya (pollos de raza autóctona que se crían en libertad) o la fabada. En poco tiempo ya había hileras de coches aparcados a la puerta del local. Y cinco años más tarde le otorgaron la primera estrella Michelin. El premio a un autodidacta que creyó en la revolución desde el amor por la tradición.
Hasta entonces, platos como la fabada, los tortos y el arroz con pitu de caleya no se ofrecían en los restaurantes. Cuentan que, en el momento en el que Nacho los puso en Casa Marcial, comenzaron a verse en las cartas de los establecimientos existentes
«COMENCÉ A LOS QUINCE AÑOS: REMOVÍA EL ARROZ CON LECHE EN CASA VÍCTOR Y SOÑABA CON QUE ME DEJARAN ABRIR UN PESCADO»
entre Lugo y Cantabria. Siempre me ha gustado la cocina sincera es una frase que no se cansa de repetir. Y a ese buen hacer no tardó en llegarle la segunda estrella Michelin, que aún conserva. En su lucha incesante por ensalzar el valor de la gastronomía de su región, también se consolidó como pionero en incluir la sidra en las cartas de vinos. «Es mejor que el champagne», expresa mientras prueba la de Trabanco, que ofrece en todos sus establecimientos.
Aunque insiste en que era feliz en Casa Marcial (casamarcial.com), tenía ganas de abrir algo en Gijón. «Cuando se nos presentó la oportunidad de un restaurante dentro del Museo del Pueblo de Asturias, nos lanzamos», reconoce. Así, entre hórreos centenarios inauguró La Salgar en 2004 (lasalgar.es), reconocido como uno de los grandes templos gastronómicos de Gijón. A los mandos de la cocina se encuentra su hermana, Esther, la primera chef asturiana en adornarse con una estrella Michelin. «Aun así, necesitábamos ampliar el
negocio para que fuera rentable –aclara Nacho–. Por eso creamos el catering y las casas de comidas Gloria –estasengloria. com, una en Oviedo y otra en Gijón– y nos metimos en la aventura de los restaurantes de Londres». Hoy cuentan con ocho espacios en Reino Unido, todos ellos decorados por Lázaro Rosa Violán y basados en un producto español de alta calidad.
LOS SUEÑOS SE HEREDAN
Este engranaje empresarial se sustenta en la creatividad del propio Manzano y en el trabajo de una familia que roza la excelencia sin haber pisado jamás una escuela de hostelería. No hay mayor aprendizaje que la pasión por la vida y el cuidado de los detalles. De ahí que Nacho procure pasar por los Gloria y por La Salgar cada semana. Llega en su coche deportivo rojo, se ata el delantal, se olvida la existencia del teléfono móvil y se entrega a lo que más le gusta: trabajar con su equipo. «También puedo hacerlo los tres meses de invierno, cuando cierro Casa Marcial». ¿Y las vacaciones? «Uf… Las primeras y últimas las tuve siete años atrás. Fuimos todos juntos a Galicia».
Se nos echa encima la hora del aperitivo, que nos pilla frente a Coalla Gourmet (coallagourmet.com). No cabe un alfiler. «Fue la primera tienda bar gourmet de Gijón –explica el cocinero–. Me parece un lugar que le da caché a la ciudad. El gijonés es muy cómplice de lo nuevo, se vuelca con la innovación». Precisamente, a tres minutos a pie se halla Gloria, la más informal de las direcciones que gestiona el clan. «Lleva el nombre de nuestra abuela como homenaje: era una gran guisandera y siempre soñó con tener un restaurante». Aunque no haya podido verlo, lo ha conseguido gracias al esfuerzo de sus nietos. Porque hay sueños que, aunque tardan en llegar, llegan. Si no, que se lo pregunten a aquel adolescente despierto que fantaseaba con que le dejasen abrir un pescado y que acabó tocando el éxito en Asturias, Londres, Mánchester y Glasgow.
«LAS CASAS DE COMIDAS GLORIA SON UN HOMENAJE A MI ABUELA, QUE SOÑABA CON TENER UN RESTAURANTE»