ELLE Gourmet

EL REY PESCADOR

Un antiguo crítico gastronómi­co y un pueblo pesquero de Sudáfrica confluyen en el paraíso definitivo de los sabores ‘eco’. El mejor restaurant­e del año es una barraca en la playa.

- POR PALOMA LUBILLO Y JEANNE CALITZ. FOTOS: WARREN HEATH. PRODUCCIÓN: SVEN ALBERDING

Kobus van der Merwe ha hecho de su chiringuit­o el mejor resto de 2019.

La pequeña villa marinera de Paternoste­r, dos horas al norte de Ciudad del Cabo, recuerda a los pueblos blancos de Andalucía por sus casitas encaladas y a Figueira da Foz por su playa infinita y su viento agitado. Alejada de la contaminac­ión, es ideal para escapar de los tópicos turísticos del país (dominados por el binomio Cabo-parque Nacional Kruger) y empaparse de la gastronomí­a de la zona. En 2009, aquí fue donde los padres de Kobus van der Merwe (Shishen, Sudáfrica, 1980) se mudaron tras jubilarse, y él montó su propio espacio deli en la parte trasera de la tienda familiar. Primero fueron cinco platos anunciados en una pizarra y que servían para alimentar a los vecinos. «Yo no entendía por qué el resto de los establecim­ientos centraba su oferta en fish & chips cuando eso no representa ni la tradición ni el producto de la zona», dice él al evocar aquellos inicios informales. Hace tres años y medio, de forma gradual, nació Wolfgat, un comedor chiquitito con vocación de refugio donde resguardar­se del mundanal ruido. Allí, la mente se funde con la naturaleza y el fragor de la ciudad desaparece. Lo que el propio Kobus nunca sospechó fue que se convertirí­a en el mejor del año en los World Restaurant Awards, un nuevo ranking que busca promover la diversidad de la escena culinaria. Galardonad­o por partida doble (se alzó también con el premio al Destino Fuera del Mapa), ahora tiene las reservas completas hasta dentro de varios meses.

La propuesta del chef, muy conciencia­da con el medio ambiente y con la población en la que vive, se basa en utilizar materias primas regionales. En función de la estación, encontrará­s

«Procuro interferir lo menos posible y servir los productos puros y sin tratamient­o para disfrutar más del sabor. No tiene sentido manipularl­os»

principalm­ente pescados, verduras, frutas, algas y alguna pieza de caza. Su mercado, asegura, es el Atlántico, por lo que se aplica con pasión al foraging y recolecta del océano exclusivam­ente lo necesario para sus 20 comensales, siempre sin sobreexplo­tar las aguas. De hecho, es habitual ver sus zapatos, sus cañas y sus redes de pesca en la orilla de una playa idílica que ofrece mejillones y ostras, pero, también, vegetales como el ajo silvestre, las espinacas de las dunas y las soutslaai, unas plantas autóctonas que aportan acidez. ¿Su filosofía? La cocina sencilla, local, cruda y diversa. «Procuro interferir lo menos posible y servir los productos puros y sin tratamient­o», apunta, aunque reconoce que, en algunas ocasiones, emplea especias. Eso sí, sudafrican­as. Lo que no es racional, a su juicio, es «recoger hierbas para luego convertirl­as en una salsa», porque pierden frescura y se anulan sus sabores.

Si bien esto tiene que ver sobre todo con conocer y amar el territorio y las materias primas, también le importa (y mucho) el cuidado del medio ambiente. «Debemos respetarlo y utilizar fuentes naturales, algo que, además, hay que hacer con moderación», subraya el chef. Por eso, confía en las algas marinas, que son sostenible­s, crecen rápidament­e y aportan las mismas

sensacione­s que el pescado. «Cuando recolectas a diario, puedes ver cómo mutan las cosas. Y se agudizan tus sentidos. Aquí se produce una transición brutal entre el verano y el invierno, por lo que no nos queda más remedio que adaptarnos y variar la carta. Es un desafío», sintetiza. Entonces, ¿cuál es el mejor momento para acercarse a este lugar tan especial? En su opinión, durante los meses de junio, julio y agosto, cuando las lluvias son más abundantes y aumenta la diversidad.

Fue por casualidad como este hombre tranquilo llegó a los fogones; su oficio no forma parte de llegado familiar ni se enamoró de él de niño. Es más, sus planes ay b eran la música y las bellas artes, respectiva­mente. Pero tampoco en la escuela de cocina duró mucho, apenas un año. «No era lo suficiente­mente maduro», reflexiona él sobre aquella etapa de su vida. Recobró la vocación al alcanzar los 30, después de escribir sobre conciertos y trabajar en la guía Eat Out. Se dio cuenta de que lo que quería era estar al otro lado. «Cuando me sumergí en este paisaje, me dejé llevar por completo», admite.

Su gran baza era que, como periodista gastronómi­co, conocía bien la escena internacio­nal. «Veía lo que sucedía en el resto del mundo y cómo en Sudáfrica nos quedábamos atrás. Usábamos productos importados porque los estimábamo­s superiores; todo lo exótico era bueno y lo nuestro permanecía olvidado», explica. Y recuerda que otra de sus innovacion­es fue recuperar los platos considerad­os pobres, como el pescado

«Cuando me sumergí en este paisaje, me dejé llevar por completo.

Entendí que esta era mi verdadera vocación»

seco: «Me empeñé en incluirlo en el menú». Ahora, el panorama ha cambiado: su revolución empieza por tratar de contar la historia de Paternoste­r en su absoluta complejida­d. Con once idiomas oficiales y habitantes con raíces muy distintas, «es prácticame­nte imposible definir lo que son aquí las recetas típicas», aclara este descendien­te de holandeses en un lugar cuya población negra supera el 80 por ciento.

«Prefiero que me llamen compañero», dice el chef cuando habla del trabajo en equipo a los fogones. La jerarquía no existe y una brigada eminenteme­nte femenina y sin formación oficial es la encargada de diseñar una cocina tan ligera como alegre. «Me encanta llegar por las mañanas y encontrar a la gente cantando mientras prepara las cosas. No sé cómo sería hacerlo con hombres, pero, para mí, esto es perfecto; creo que la energía sería diferente», añade. En su pequeña familia, cada uno de los integrante­s tiene un papel fundamenta­l en la elaboració­n de los platos y todos deben recolectar algo antes de entrar.

Lo que el compañero Kobus ha conseguido –y, de entrada, la tarea no parecía fácil– es llevar la cultura de este pequeño pueblo de pescadores a la primera fila de la escena gastronómi­ca mundial. «Es sorprenden­te ver el cambio que se ha desarrolla­do en los últimos años. Mi equipo ha nacido y crecido aquí; la mayoría son mujeres con padres y hermanos marineros a los que les solemos comprar el pescado. Comenzaron a trabajar en el restaurant­e sin ninguna experienci­a, pero conocen a la perfección los sabores y la región y entienden el paisaje de arriba abajo», destaca. Son el alma de Wolfgat.

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Kobus posa a la puerta de Wolfgat con el cesto para recolectar algas.
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y rústica en plena playa. Sus paredes de yeso recuerdan al encalado mediterrán­eo.
Wolfgat ocupa una construcci­ón sencilla y rústica en plena playa. Sus paredes de yeso recuerdan al encalado mediterrán­eo.
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Strandveld Snacks. A la dcha., la cosecha del día de klipkomber­s (algas que aportan sabor a mar) secas. «Es un recurso maravillos­o, gratis y sostenible siempre que no lo sobreexplo­temos», dice el chef. Abajo, a la izq., las mismas algas después de rehidratar­las.
Arriba, Van der Merwe emplata la receta que suele abrir el menú: Strandveld Snacks. A la dcha., la cosecha del día de klipkomber­s (algas que aportan sabor a mar) secas. «Es un recurso maravillos­o, gratis y sostenible siempre que no lo sobreexplo­temos», dice el chef. Abajo, a la izq., las mismas algas después de rehidratar­las.
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Springbok & Klipkomber­s, carne de gacela saltarina de El Cabo con algas.
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 ??  ?? Almejas con puré de heerenbone (alubias locales) y espinacas de las dunas.
Arriba del todo, una mesa colocada en la playa frente al restaurant­e. Arriba a la dcha., Kobus recoge algas en el mismo arenal. A la dcha., repisas con productos hechos en casa, desde verduras en vinagre hasta infusiones y ramas de arbustos que después se usan para aderezar cócteles sin alcohol.
Almejas con puré de heerenbone (alubias locales) y espinacas de las dunas. Arriba del todo, una mesa colocada en la playa frente al restaurant­e. Arriba a la dcha., Kobus recoge algas en el mismo arenal. A la dcha., repisas con productos hechos en casa, desde verduras en vinagre hasta infusiones y ramas de arbustos que después se usan para aderezar cócteles sin alcohol.
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El chef, en la terraza del restaurant­e, con la bahía detrás.
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La decoración es sencilla y rústica: arriba, la terraza está protegida con un techo de juncos africanos; en el extremo izq., cesta con conchas recolectad­as en la playa. A la izq., un zumo hecho con plantas autóctonas (primer plano) y consomé de tomate (detrás). Abajo, el chef da el último toque a un plato.
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Merengue de amasi –o leche fermentada–, servido con higo chumbo, una flor local
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El prepostre es Merengue de amasi –o leche fermentada–, servido con higo chumbo, una flor local (seepampoen) y martini de la casa.
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Arriba a la izq., la terraza, de la que los clientes disfrutan en los días soleados. Elegante y sin ninguna pretensión, mezcla madera y acero.arriba a la dcha., el creador, en su cocina.a la izq., hierba marina, que Kobus utiliza como guarnición en varios de sus platos. Abajo, diversos cráneos de pequeños animales sirven de decoración.
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Uno de los muchos tipos de Strandveld Snacks, el plato con el que se abre el menú.

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