EL SABOR DE LA MORRIÑA
Los expatriados, cuando volvemos a casa –aquella donde comíamos para crecer–, experimentamos una excitante aventura proustiana a través de nuestra gastronomía. Yo, aunque hace ya 20 años que vivo en Madrid, nací y me crie en Lugo, provincia en la que se dan algunos de los productos más extraordinarios del mundo. Por eso la sofisticación de nuestra cocina no es resultado de artificios, sino que valoramos más la contención que la pretensión; la discreción que la presunción; la sencillez que la extravagancia. ¿Por qué arruinar una de las carnes más exquisitas, la rubia gallega, con una disparatada salsa?
Uno no conoce los magníficos inviernos de mi tierra si no ha entrado en calor con un buen caldo hecho con berza, una variedad de col autóctona. Ahora que el kale se ha granjeado tanta veneración, los lucenses hemos descubierto que llevamos siglos superalimentándonos con una deliciosa verdura de propiedades similares. Los amantes de la tendencia ecológica han puesto la mirada en nuestras viandas. Y con razón. En el colegio festejábamos, al son de gaitas y tambores, el magosto, que celebra la recolección de la castaña. En Lugo son tan magníficas que se exportan toneladas por todo el planeta; con ellas se preparan algunos de los mejores marrons glacés. Para los devotos consagrados al vino, la Ribeira Sacra se encuentra en el majestuoso cañón del Sil. Fui por primera vez de niño a experimentar una auténtica vendimia, pues es allí donde se cultivan las uvas mencía y godello, que entusiasmaban al César en tiempos de los romanos.
Yo, que siempre he sido un goloso incorregible, enloquecía con las filloas de mi abuela Tita, esas finas tortitas gallegas que, con un poco de miel silvestre de Os Ancares, crema pastelera o azúcar, fueron durante años una de mis mayores pasiones. A mi abuela le encantaba la cocina, y entre sus especialidades se encontraban la empanada de zorza –un picadillo de carne adobada típico de Galicia– y unas almejas a la marinera tan portentosas que hasta mi madre hacía la vista gorda cuando me pillaba mojando pan en la salsa.
Uno de mis paseos favoritos en Lugo consistía en acompañar a mi madre a comprar pastas de té a la confitería Madarro, las mismas que degustaba Alfonso XIII, ya que abrieron en 1891 y eran proveedores de la Casa Real. Si escribiera poesía, dedicaría una oda a esas pastitas. Pasaba los meses de agosto en la casa que mis padres tienen en la Mariña Lucense; se trata de una costa rebosante de manjares, como el famoso bonito de Burela, el arroz con bogavante de Ribadeo, los percebes del pueblo pesquero de Rinlo, las habas de Lourenzá y la tarta de Mondoñedo.
En las fiestas de San Froilán, en octubre, las más diestras pulpeiras de Galicia se reúnen en Lugo para asustar tres veces al pulpo en sus enormes ollas de cobre. Este se acompaña con uno de los ingredientes que más añoro: la insuperable patata.
La calidad de la leche es otro de nuestros tesoros, y las cuatro denominaciones de origen de queso de la región se producen en mi provincia. Pero, para encontrar la auténtica excelencia, nada como acompañarlos con pan gallego. Entrar corriendo en mi casa después de un agotador día de colegio y encontrarme aquel pan de corteza crujiente, miga de generosos alveolos y sabor profundo era una recompensa diaria.
Y es que estos son solo algunos de mis recuerdos, pero ocupan un lugar fundamental en la conciencia de mi morriña.