ELLE Gourmet

RECUERDOS DEL OYSTER BAR

- JAVIER MORO ESCRITOR. SU NUEVA NOVELA, ‘A PRUEBA DE FUEGO’ (ESPASA), SE PUBLICA EL 20 DE OCTUBRE.

El mundo se divide entre los que adoran las ostras y los demás. Felizmente, formo parte del primer grupo. Me gustan más en invierno, y, si hace frío, mejor. A principios de los 80, en uno de los primeros viajes que hice a Nueva York, me indicaron un restaurant­e cuyo nombre no dejaba lugar a dudas sobre lo que ofrecía: el Oyster Bar. No sabía entonces que estos moluscos son parte intrínseca de la historia de la ciudad, construida sobre los mayores arrecifes de ostras del mundo, ni que en el siglo XVII la gente quemaba las conchas para hacer cal y reparar los edificios. Antes de que hubiera carritos de hot dogs, había vendedores ambulantes de ostras. Esa tradición explica que en Manhattan exista un lugar como el Oyster Bar. Inaugurado en 1913, está situado en los vestíbulos de la Estación Central, el mayor hito de la arquitectu­ra ferroviari­a norteameri­cana. Bajo unas bóvedas recubierta­s de azulejos esmaltados, los adictos al marisco saciamos nuestro vicio en un lugar con solera y aire mediterrán­eo. Se puede reservar mesa, pero a mí siempre me ha gustado la barra. Nada más sentarme, la provocador­a oferta del día, descrita en la pizarra, propone 30 especies de ostras diferentes: es el paraíso.

Recuerdo que cuando era joven solía pedir las Blue Point, frescas aunque algo insípidas, porque eran las más baratas, ya que se cultivan en Long Island. Hasta que un día llegué a un acuerdo tácito con un camarero: a cambio de una buena propina, yo le pedía tres pero él me servía diez, y de otras clases. Aparte de darme cuenta de lo difícil que es controlar un negocio de hostelería, pude así explorar variedades cuyos nombres hacen soñar: la Chesapeake, que es un bocado de océano Atlántico; la Belon, de sabor mineral y más parecida a las nuestras de Arcade; la Kumamoto, pequeña, dulce y con un ligero toque a avellana; la Olympia de la costa oeste, suave y cobriza… Tantas variedades como matices. Al filo de los años y de los numerosos viajes a Nueva York, ya me quedan pocas por probar. Al camarero aquel lo echaron hace tiempo. Siempre le estaré agradecido por haberme permitido saborear los mares del mundo.

Lo que nunca sospeché es que acabaría escribiend­o la historia del hombre que construyó el Oyster Bar. Vueltas que da la vida. Ese toque mediterrán­eo que percibí en mi primera visita se debe a que el arquitecto y constructo­r era un valenciano llamado Rafael Guastavino, que llegó a Nueva York a los 9 años de edad, con su padre, en 1881. Titulé el libro A prueba de fuego en alusión al sistema de construcci­ón ignífugo con el que se dieron a conocer en el mundo de la arquitectu­ra y la construcci­ón. Las obras de los Guastavino, de una belleza que desafía el paso del tiempo, dejaron su huella en las arcadas del puente de Queensboro, en la antigua Penn Station, en la catedral de San Juan el Divino –la mayor del mundo–... Hasta en la casa del elefante en el zoo del Bronx. En Estados Unidos, levantaron más de 1.000 edificios.

El Oyster Bar es obra del hijo, que se hizo especialis­ta en acústica y, dicen, mejor arquitecto que el padre. Para evitar la reverberac­ión de las duras losetas de cerámica, las colocó esmaltadas según un patrón geométrico que era el sello de la casa. Con el paso del tiempo, las parejas de Nueva York han ido descubrien­do que pueden susurrarse palabras de amor desde las esquinas opuestas de las bóvedas del restaurant­e y que esas palabras llegan, por encima de los techos, sin que las oigan los demás y con una nitidez que parece un milagro. Hagan la prueba: degusten unas ostras, a la salida susurren secretos de amor a su pareja y juntos visiten la joya de los Guastavino, la antigua estación de metro de City Hall, muy cerca del Oyster Bar. Es un tesoro enterrado en el subsuelo de la ciudad, una reliquia que exhibe una espectacul­ar combinació­n de azulejos, vidrieras, tragaluces y candelabro­s, hoy abandonada pero que, gracias a la municipali­dad de Nueva York, se ha convertido en otro icono de la ciudad más sorprenden­te del mundo.

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