La vida entre líneas
“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”.
Da vértigo. Escribir sobre Virginia Woolf da mucho vértigo. Y sabemos que vamos a fracasar, y en parte agradecemos la protección falsa que brinda ese fracaso (la justificación estúpida de no estar a la altura). Por el amor a su obra, por el respeto a la dignidad de sus últimas palabras cuando se suicidó (“No queda nada en mí salvo la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir amargándote la vida”, le dijo a su marido), porque ella fue de las primeras escritoras que abandonaron la torre de marfil buscando que la palabra rodara por el suelo. Y porque supo ver, ¡ay!, que una mujer que deseara escribir o realizar un trabajo intelectual necesitaba una habitación propia. Es decir, independencia. “Durante todos estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre de tamaño doble del natural”, escribió.
Adeline Virginia Stephen (el Woolf procede de su marido, el crítico y escritor Leonard Woolf) nació en Londres, hija del también escritor sir Leslie Stephen y de Julia Prinsep Jackson, toda una belleza prerrafaelita que posó para Edward Brune-Jones, por ejemplo. Henry James, Thomas Hardy, Alfred Tennyson... frecuentaban su hogar, así que Virginia, que no fue a la escuela y fue educada por su padre, se crió en una casa que poseía una biblioteca inmensa, llena de influencias de la sociedad literaria victoriana. Cuando tenía trece años, su madre murió, y sufrió la primera
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Se cumplen 100 años de la publicación de su primer libro, Fin de viaje, y la escritora argentina Irene Chikiar Bauer acaba de publicar su ‘biografía definitiva’ (más de 900 páginas), Virginia Woolf. La vida por escrito (Taurus). de sus depresiones, que se ahondó más tarde con la repentina muerte de su hermana y con la de su padre. Crisis nerviosas, trastorno bipolar, la escritora ha llevado estos marchamos igual que una nuez su cáscara; estereotipos que hay que tirar bien lejos para leerla. Porque eso es lo que ella hizo: saltar los goznes de los convencionalismos narrativos: “Empiezo a desear un lenguaje parco como el que usan los amantes, palabras rotas, palabras quebradas, como el roce de las pisadas en la acera, palabras de una sílaba como las que usan los niños cuando entran donde su madre está cosiendo y cogen del suelo una hebra de lana blanca, una pluma... Necesito un aullido, un grito”.
Virginia comenzó escribiendo artículos periodísticos, y en 1915 publicó su primera novela, Fin de viaje, a la que siguieron Noche y día, La señora Dalloway, Las olas... Y sí, se suicidó. Y sí, porque no podía más. Porque la enfermedad la arrastraba y ella quería ser libre. Ante todo, libre. Como lo deseaba para nosotras: “Os pediré que escribáis toda clase de libros, que no titubeéis ante ningún tema, por trivial o vasto que parezca. Espero que encontréis, a tuertas o a derechas, bastante dinero para viajar y holgar, para contemplar el futuro o el pasado del mundo, soñar leyendo libros y rezagaros en las esquinas, y hundir hondo la caña del pensamiento en la corriente”. La buena de Woolf, ¿quién puede temerla? Lo dicho: no estábamos a la altura.
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