ICONO. Mata Hari.
Para ella, los militares eran ‘una raza aparte’. Esta debilidad, y sus ganas de seguir viviendo libre, fueron su condena.
Prefiero ser la amante de un oficial pobre que de un banquero rico”, dijo en su juicio final. Pero a Mata Hari, mucho antes de elegir su nombre artístico, ya le perdían los uniformes. Cuando solo era Margaretha Geertruida Zelle, una joven holandesa de 18 años ansiosa de libertad, respondió a un anuncio en el periódico a través del cual un oficial que le doblaba la edad buscaba esposa. Y se fue con él a Java. Allí tuvo dos hijos y aguantó una década de abusos, pero también aprendió las danzas exóticas que la sacarían de pobre -y le asegurarían, también, la vida acomodada que siempre había buscado- al volver a Europa.
UN SACRIFICIO PÚBLICO
Ella fue la primera en cultivar su leyenda. Se inventó un pasado con estilo y explotó sus dotes para el baile y su sensualidad al desnudarse en todas las grandes capitales europeas. Pero por lo que antes de la Primera Guerra Mundial la habían considerado una artista, ahora era una clara amenaza o una ofensa: una mujer independiente, que viajaba sola, hablaba varias lenguas y dominaba perfectamente la de la alcoba. Después de su muerte, el mito de Mata Hari se ha movido entre el romanticismo y la condena: fue la espía, la femme fatal, traidora y prostituta. Sin embargo, cien años después de su fusilamiento, parece más claro que no era para tanto, sino que más bien pecó de inocencia.
BUENA AMANTE, MALA ESPÍA
Ella, escribió, solo quería una de dos cosas: o poder ser una buena madre para su hija o, ya que no le iban a devolver la custodia, seguir disfrutando de la buena vida. Cuando, en su juicio, la acusaron de haber pasado información a los alemanes, además de a los franceses, mientras se acostaba con “todos los militares que estaban de paso por París”, declaró que lo hacía por placer, no por obtener información. Y probablemente decía la verdad. Como comenta uno de sus biógrafos: “Ella no estaba hecha para ser espía”.