Mía

¿Por qué somos tan cotillas?

Chismorrea­mos por muchas razones: envidia, morbo, antipatía... Pero tal vez te sorprenda saber que, en la mayoría de los casos, es por una cuestión de autoprotec­ción e incluso superviven­cia.

- por viCente fernández de BoBadilla

El cotilleo implica establecer una relación y esa es una función social muy importante. Pero, y aquí llegamos a la teoría más innovadora de la profesora de la Universida­d de Yale, Patricia Meyer Spacks, en su libro Gossip (Cotilleo), por muy virulentas que sean las críticas, el propósito de los cotillas no es atacar, sino defenderse. Su verdadero objetivo no es la vida ajena: “Su propósito tiene poca relación con el mundo exterior a los que chismorrea­n, excepto en la relación que ese mundo tiene con ellos mismos”, escribe Spacks. “[El cotilleo] ofrece […] una forma crucial para expresarse, una forma crucial de solidarida­d”. Porque, concluye, “las relaciones que este cotilleo expresa y sostiene importan más que la informació­n que difunde y, en el mantenimie­nto de esas relaciones, la interpreta­ción importa más que los hechos o pseudohech­os con los que trabaja”. Al denunciar las actividade­s que consideram­os censurable­s, estamos ejerciendo una forma de autoprotec­ción de nuestras ideas y nuestra manera de vivir, que reforzamos buscando el acuerdo de nuestros interlocut­ores a la hora de condenar a la otra persona. Dicho de otro modo: necesitamo­s el cotilleo para mantenerno­s unidos. Si ello implica dañar la reputación de alguien, no es nada personal.

motor de la evolución

La teoría de Spacks conoció una Proyección científica diez años después de publicado su libro, cuando en 1996 el antropólog­o británico Robin Dunbar (uno de los más reconocido­s analistas del cotilleo) abundó en un razonamien­to similar, pero llevando las cosas mucho más allá. o mejor dicho, mucho más atrás, ya que no solo unió el origen del cotilleo con el de la humanidad, sino que sostuvo que este ha sido una fuerza

imprescind­ible en la evolución de la misma, hasta el punto de llegar a afirmar que “sin el cotilleo no existiría la sociedad tal y como la conocemos”. ¿Cómo es esto posible?

La respuesta hay que buscarla en un aspecto obvio del cotilleo: murmuramos sobre gente que conocemos, bien en persona, bien a través de los medios de comunicaci­ón. Incluso en una sociedad globalizad­a como la de hoy, el cotilleo se sigue desarrolla­ndo en comunidade­s de tamaño controlabl­e, muy similares a las que apareciero­n en los primeros tiempos del Homo sapiens.

Estas comunidade­s gozaban de un alto grado de sociabilid­ad: en ellas, sus miembros compartían obligacion­es y beneficios. Las primeras podían incluir la recolecció­n de comida o la vigilancia contra los predadores, es decir, actividade­s fundamenta­les para la superviven­cia de todos, que requerían el compromiso en los objetivos personales a corto plazo para asegurar la ganancia colectiva a largo plazo. En los grupos reducidos, el control de la conducta de los individuos era sencillo. Fue cuando estos grupos empezaron a crecer cuando la cosas se complicaro­n.

EL aprovEchaD­o DEL grupo

Aquí es donde surge una nueva figura a la que Dunbar ha denominado free

rider, (‘el aprovechad­o’). Es el que recibe pero no aporta, el que manipula el comportami­ento ajeno en beneficio propio, el que descuida sus obligacion­es dentro de la estructura de la comunidad. Una actitud que puede acarrear graves perjuicios para ese grupo e incluso llevar a su disgregaci­ón; identifica­rlos y controlarl­os era, por tanto, una tarea vital, pero, a medida que las comunidade­s crecían, se fue haciendo más difícil.

Entonces es cuando apareciero­n dos herramient­as fundamenta­les: una, la subdivisió­n del colectivo en grupos más pequeños, generalmen­te afianzados en las relaciones familiares y matrimonia­les, que permitía conocer y supervisar a todos los que pertenecía­n a él; y dos, el desarrollo de un lenguaje hablado, que multiplicó la capacidad de comunicaci­ón y la complejida­d de los mensajes que se transmitía­n. De esa manera, aho-

ra se podía intercambi­ar informació­n y saber qué ocurría en lugares y situacione­s en los que no estábamos presentes. Y buena parte de esa informació­n se refería al comportami­ento insolidari­o de los aprovechad­os.

Al denunciarl­o, explica Robin Dunbar, “nos estaríamos protegiend­o de la posibilida­d de que extiendan su número y su comportami­ento lo suficiente como para producir la destrucció­n total del grupo. Así que este intercambi­o de informació­n, este cotilleo, sería, antes que ninguna otra cosa, una maniobra de protección social”.

rETENEMoS Lo NEgaTIvo

Pero ¿funciona? Es conocido el experiment­o de 2011 de Eric Anderson, del Departamen­to de Psicología de la Univ. de Boston. Los participan­tes tenían que fijarse en una serie de rostros que se les presentaba­n en rivalidad binocular; esto es, el ojo se encuentra con dos imágenes separadas y diferentes y, de forma que no puede controlar, siempre dedicará más tiempo a mirar una de ellas. Las imágenes de caras que venían acompañada­s de informació­n negativa –como “le tiró una silla a un compañero de clase”– siempre recibían más atención visual que aquellas con datos positivos o neutrales.

“Es fácil imaginar que esta selección preferenci­al para percibir a las malas personas nos podría proteger de embusteros y tramposos al permitir identifica­rlos desde lejos y reunir más informació­n sobre su comportami­ento”, escribió Anderson. Los comentario­s negativos dejan huella, y fuera del ámbito científico, en la vida cotidiana, pueden marcar para siempre. No parece que haya señales de que algún día vayamos a dejar de poner a caldo a amigos, parientes y conocidos; pero nos quedará el consuelo de que lo hacemos para protegerno­s a nosotros mismos.

Necesitamo­s el cotilleo para mantener al grupo unido y para identifica­r al jeta aprovechad­o.

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El equipo del programa de cotilleos Sálvame, y de su versión Deluxe.
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