CUESTIÓN DE MAGIA
Tras 15 meses de estudio, el antropólogo Michael Crawley ha descubierto el secreto de los corredores etíopes.
Para entender los secretos del éxito de los corredores etíopes, el antropólogo y maratoniano Michael Crawley pasó 15 meses inmerso en la cultura del running de ese país. La experiencia vivida, que plasmó en su libro ‘Out of Thin Air’, no se puede medir en un laboratorio deportivo, pero sí podría transformar el sentido de tu carrera para siempre.
TODA ESA GENTE que hay por la calle completamente a oscuras me sorprende. La palabra en amhárico –una de las lenguas de Etiopía– para amanecer es ‘goh’ y la gente suele empezar el día como si alguien les hubiera gritado ‘go’ (‘vamos’, en inglés) al oído para despertarlos. Enseguida los hombres van saliendo de entre el polvo y otros muchos esperan los minibuses que los llevan al centro de la ciudad. Un niño con una descolorida camiseta del Arsenal saca la cabeza por la puerta de uno de ellos y me dice medio en inglés: “¿Dónde ir tú?”. “Montañas de Entoto”, le contesto mientras vuelve a desaparecer en la oscuridad.
Cuando subo al bus del equipo de Moyo Sports, ya va a rebosar de atletas. Ataviados con camisetas con capucha o con tradicionales shammas de algodón, parecen un grupo formado por monjes y boxeadores que intentan rascar un último minuto de sueño antes de entrenar. Hailye, segundo entrenador y subagente, mira el teléfono y le va diciendo al conductor dónde hay que recoger a los atletas.
Con el sutil brillo del cielo antes del amanecer se ve pasar a algunos corredores que aprovechan para entrenar antes de que las calles se llenen de bullicio. Solo visibles por la luz que brilla entre el humo de los coches, parecen fantasmas que aparecen y desaparecen rápidamente de entre las sombras.
El autobús sigue serpenteando colina arriba. Mientras sube, amanece de manera gradual y descubro un salpicadero lleno de motivos cristianos y dos pegatinas en el parabrisas: a la izquierda una paloma blanca, a la derecha un logo de Nike muy grueso. La carretera pasa del asfalto a los adoquines para acabar en un camino de tierra sucio a medida que vamos subiendo en zigzag para llegar al punto de inicio de la ruta.
Hace unas semanas recibí un mensaje de Hailye: “Te recomiendo que no te pierdas Entoto”, decía: “Es el secreto de Haile Gebrselassie para acabar volando en Berlín con un rendimiento espectacular”. Este ‘secreto’ no parece estar muy bien guardado en Adís Abeba. Muchos de los corredores que he estado entrenando en el bosque durante las últimas dos semanas han estado hablando por lo bajini sobre la mítica montaña. “Este sitio tiene 3.800 m”, me dice Meseret, el entrenador de Moyo Sports. “Puedes buscarlo en Internet”. “No me acabo de creer que sea tan alta”, le digo. Pero no quiero creerle, en realidad. ¿Seguro que estamos en un sitio que es la mitad de alto que el Everest y nuestra intención es subirlo?
Correr en subida por aquí no va a empeorar tu capacidad pulmonar, pero lo que seguramente haga sea mejorar la capacidad de soñar de un corredor joven. “El aire por aquí arriba es especial”, me dice Aseffa mientras estira la espalda después del viaje en bus. Teklemariam, quien tiene unas entradas que el resto de corredores atribuyen a su capacidad intelectual, añade: “Es bueno para la hemoglobina”. Al ver mi cara de sorpresa porque esa palabra forme parte de su limitado vocabulario en inglés, añade: “¿Conoces la hemoglobina?”. No en persona, le digo. “Solo tienes que correr lento, el aire es especial”.
Teklemariam me dice que le siga y empieza a caminar sin prisa en dirección al bosque, siguiendo al resto. En cuanto empiezo a correr me siento mejor, calmado por la sensación familiar de mi cuerpo despertándose, de los músculos entrando en calor a una velocidad ligeramente más rápida que el aire a mi alrededor. Puede que esta sea la carrera a más altitud que haya hecho nunca, pero la sensación de una carrera por la mañana es siempre igual, lo que me hace sentir cómodo en un ambiente extraño. Mis extremidades se sueltan, se abren y se acompasan con el tempo que Teklemariam ha marcado.
TOMANDO OXÍGENO
EL SOL HA empezado a aparecer entre las hojas de los eucaliptos que hay a ambos lados de nuestro camino y el único sonido que se oye es el pisar rítmico de las zapatillas en el suelo. Poco a poco el silencio del bus se transforma en una divertida cháchara de carrera etíope y soy consciente de que mientras el grupo que va delante no deje de hablar, la carrera no puede ser tan dura. En ese momento, el apenas visible camino que seguimos continúa subiendo, con dos colinas que cuesta subir unos 10 minutos cada una. Los árboles empiezan a parecer de otro planeta, están demasiado rectos y se dispersan para dejar ver un paisaje lunar, como el Mont Ventoux, el gigante de la Provenza francesa.
Mi mente también se dispersa. La falta de oxígeno me limita los pensamientos coherentes. Me imagino el bosque como si estuviera dentro de un bote de cristal, sin oxígeno. El camino, que subía y bajaba al ritmo de las ondulaciones de la montaña, ahora parece que ha tomado una ruta más caprichosa por la ladera. A medida que mis piernas van cansándose, la cantidad de oxígeno que les llega también va disminuyendo, como el aire alrededor.
Los corredores que llevamos delante van separándose en parejas y tríos; se toma la decisión tácita de aumentar la marcha y los huecos se agrandan. Al principio no se aprecia, pero luego es alarmantemente rápido. De repente me está costando más que ninguna carrera antes. Mis pulmones ya no pueden
“EN ENTOTO EL AIRE ES ESPECIAL. ES BUENO PARA LA HEMOGLOBINA”
más y mis músculos no saben cómo responder a la repentina falta de combustible. Me centro únicamente en levantar las piernas. En definitiva, en no caminar. En lugar de elevar la vista y admirar el paisaje, mi perspectiva se centra en el trozo de suelo que hay bajo mis pies para que mis piernas no se paren. Finalmente, Teklemariam me dice que quedan “solo 200 metros” de carrera.
Cada 100 m le pregunto que cuánto queda y cada vez que lo hago me dice: “Te lo he dicho, 200 metros”. Está convencido de que su bromita es cada vez más graciosa. Llegados a este punto ya estoy prácticamente gateando y, de pronto, doblamos una esquina y ¡ahí está el bus! No son ni las 7:30 de la mañana y ya he corrido 20 km, el sol luce en el cielo y hemos llegado a tiempo de ver al grupo principal subir y bajar una cuesta para sus repeticiones. Ahora recuerdo por qué me encanta esto…
Me quedo con Meseret en lo alto de la colina, a 3.500 m, observando los terrenos de cultivo. Tukuls, granjas redondas con paredes de tierra y pilas circulares de paja dorada, pueblan la ladera. A medida que el grupo sube la cuesta, Meseret les grita: “Na! Na!” (‘¡vamos, vamos!’, en español). Se disputan cada repetición y Tsedat las gana casi todas. Mide 1,52 m y sus pequeñas piernas van a toda pastilla.
Nos sentamos en la hierba tras la sesión y otros corredores van entrando y saliendo del bosque. Algunos corren en pareja, otros en grupos, pero nadie corre solo. “Hay muchos corredores aquí arriba”, comento, y Meseret asiente. “Por lo menos 5.000 en Adís Abeba”, dice. “Empiezan como una gran bandada de pájaros, pero con el tiempo la bandada se reduce a nada. Solo algunos pueden tener éxito”.
Analiza al grupo que corre en diagonal por el campo, con las piernas perfectamente sincronizadas. “¿Y qué hace falta para conseguir el éxito?”, pregunto. “Los que tienen éxito”, responde, “son los que miran con los ojos y piensan con la cabeza antes de mover las piernas. Los que corren por emoción no lo logran”. Me parece una respuesta curiosa.
A principios del siglo XX el sociólogo Max Weber escribió: “El desencanto es la lesión distintiva de la modernidad”. Muchos de nosotros en Occidente creemos eso. “No hay ninguna fuerza incalculable y misteriosa que tenga un papel en ello, sino que cada uno puede dominar cualquier cosa con cálculo”. Esto es incluso más real ahora que cuando lo escribió. Salimos a correr con GPS y con una marcha controlada. Subimos esos datos a aplicaciones como Strava y bromeamos sobre que ‘no cuenta’ si no lo subimos ni nos comparamos con otros.
MÁS ALLÁ DE LOS NÚMEROS
LOS CIENTÍFICOS DEL deporte hacen pruebas a los mejores atletas para determinar sus parámetros fisiológicos. Etiopía me gusta porque aquí los corredores creen que “unas fuerzas incalculables y misteriosas” juegan un papel importante en su éxito. ¿Por qué si
LOS CORREDORES ETÍOPES CREEN QUE LAS ‘FUERZAS MISTERIOSAS’ JUEGAN UN PAPEL IMPORTANTE EN SU ÉXITO
no iban a hacerse horas de coche tres días a la semana para correr en Entoto? Levantarse a las cuatro para ir a un sitio con suelo sagrado y aire ‘especial’ hace que correr sea más una peregrinación que un entretenimiento.
Etiopía es un lugar en el que me han dicho que la energía la controlan los ángeles y los demonios y donde los médicos te pueden ayudar a conseguir la potencia de otros corredores. Es un lugar donde un corredor en el bosque me dijo, con la cara completamente seria, que había soñado que corría un 10K en 25:32 min, casi un minuto menos que el récord mundial. Es un lugar donde me han dicho que el aire de Entoto me transformará en un maratoniano de 2:08 h. En definitiva, es un lugar de magia y locura donde soñar está a la orden del día.
Cuando Meseret y yo miramos sobre los campos de Entoto, vemos corredores etíopes de todos los niveles. El pedigrí de los atletas que zigzaguean se puede ver por su atuendo: desde los que llevan las últimas Adidas y el kit de Nike o las llamativas chaquetas amarillas de la equipación de la selección etíope hasta los que llevan pantalones harapientos y sandalias de plástico. En ocasiones, sin embargo, van corriendo juntos. Elijo un grupo que zigzaguea de derecha a izquierda del campo y que sigue al líder que marca la ruta. Meseret me dice que es un maratoniano de 2:05 h.
El tren de corredores deambula por el campo y el líder va dando giros de 180º cada minuto y el resto le sigue. “¿Por que van en zigzag, Meseret?”, pregunto. “No lo sé”, responde. “Aprenden los unos de los otros, nadie les dice que corran así”. Esto me sorprende. ¿Un entrenador admitiendo que los atletas aprenden los unos de los otros y no de él?
Lejos de la obsesión occidental con la teoría de las ‘ganancias marginales’ y los científicos intentando explicar los éxitos deportivos en el laboratorio, mi experiencia de correr en Etiopía me ha abierto los ojos a un acercamiento al deporte más intuitivo, creativo y arriesgado. La cobertura de varios de los proyectos de maratón de dos horas ha convertido a los científicos occidentales en expertos en atletas del este de África y los ha centrado en zapatillas con placas y formaciones de carrera aerodinámicas. Pero como me dijo un joven corredor etíope, “un científico no sabe de tiempo, un doctor no corre”.
Pensamos en el deporte de alto nivel como algo dominado por la ciencia y las pruebas de laboratorio, pero incluso algunos científicos reconocen que una simple carrera puede medir mejor los rasgos físicos que cualquier prueba de laboratorio.
El tiempo que pasé en Etiopía me confirmó que estando más en armonía con nuestro cuerpo, los compañeros, el entorno y nuestra intuición podemos tener buenos resultados. Hay alternativas a la tecnología sin alma y las metodologías de entrenamiento obsesionadas con la ciencia que dominan los programas y que han llegado hasta la población general.
Todos podemos aprender a correr de la gente que todavía mantiene un escepticismo sano con la ciencia del deporte y se enorgullece de su propia experiencia. La temporada que pasé en Etiopía me ayudó a adoptar maneras distintas de pensar que vienen de gente que no ha oído hablar nunca de la psicología del deporte y para quienes el secreto de las carreras es demasiado misterioso como para que pueda destilarse en una probeta.