Trail Run

La abuela que corre

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Tiene once nietos y un bisnieto, pero es la abuela de todos los runners que han compartido carreras a su lado. La conocen como “la Nonna que corre” —Nonna porque es de nacimiento italiana, aunque sea medio argentina en el habla—. Deportista veterana, descubrió el mundo del trail running cuando los caminos de la vejez surcaban de arrugas su cara, pero ha demostrado que nunca es tarde para hacerse una travesía de cien kilómetros por la cordillera de los Andes. Tiene 82 años… «Eso dice el calendario, que el 31 de diciembre cumplí 82 años… ¡Pero qué sé yo la edad que tengo! Siento que me quedé… pon que en 34». Su cuerpo jovial y ligero ha dejado atrás el paso del tiempo.

Te estrenaste en las carreras de montaña cuando eras una jovencita de 72, hace diez años.

Pero había hecho deporte toda mi vida. Jugué a vóley hasta los 45, cuando nació mi quinta hija. Entonces ya no tenía tanto horario disponible y me dediqué a la natación y al tenis, porque con dos personas armás un partido y listo. Cuando descubrí el running ya estaba viuda, vivía sola, tenía a los chicos grandes… Atravesaba un mal momento, y correr me ayudó a despejarme la cabeza. Mi primera carrera fue en Tandil; me apunté a la de 10 km, pero finalmente hice la de 21: Yo no paro acá, pensé; sigo y, hasta donde llegue, llego. Cada día me cuesta un poquito más, pero todavía parece que tiro, jajajaja.

No hace falta que lo digas… ¡Es el tercer año que participas en El Cruce Columbia de los Andes!

¡El cuarto ya! Me gusta mucho esta carrera. Son 100 km divididos en tres días que compartís con colombiano­s, brasileños, mexicanos… durmiendo en carpas y comiendo juntos. Vienen muchos españoles también. Salís de Bariloche, pasás por Chile y volvés a Bariloche; o salís de San Martín de los Andes, cruzás a Chile y volvés a San Martín de los Andes. Otra vez salimos de Pucón y llegamos a los pies del volcán Lanín. El itinerario cambia cada año, y los paisajes son muy lindos, ¡en una sola mirada abarcás toda la naturaleza! Los lagos y el agua, la montaña verde y, al fondo, la montaña blanca con la nieve. Correr por la ciudad, en cambio, es aburrido; no ves nada lindo; levantás la vista y tenés cemento por todas partes; la calle es muy monótona y, aparte, el asfalto te lastima la cadera, ¡que una tiene una edad!

¿Lo mejor del trail run?

La gente. Me quieren todos mucho. Para ellos soy, soy… no sé qué soy, pero me quieren mucho.

Eres La nonna que corre.

Me miman una barbaridad... Y me encanta el ambiente de amistad; acá no hay competidor­es, hay compañeros; no es como en otros deportes donde te peleás por una pelotita.

¿Cómo te entrenas?

Tengo la suerte de vivir cerca del río de la Plata y corro todos los días por la rivera, con el ruido del agua y de los pájaros que cantan; acá lavo las malas ondas y vuelvo renovada. En Buenos Aires no tenemos montañas, pero me entreno con las cuestas de la calle Libertador; además, vivo en un quinto piso y subo las escaleras caminando al menos una vez al día. Tres veces a la semana voy a hacer ejercicios de equilibrio y elongación al gimnasio de mi hija, que es kinesiólog­a. Y los domingos descanso del running y voy al club a jugar al tenis.

¿Cuál es la carrera más dura en la que has participad­o?

Mmmmm… ¿Sabés que la dificultad de una carrera depende mucho de cómo esté en ese momento tu cabeza? Unas veces protesta, otras goza… Es la cabeza quien domina la situación más que el físico. Pienso que el Cruce de este año me costó un poco, ¿viste? Los nervios me agarran la noche anterior; tenés miedo de fallar por todo lo que esperan de ti, qué se yo… Me faltaba confianza en mí misma. Lo peor fue la última etapa: había mucha, mucha subida, ¡aquello no terminaba nunca! Cuando alcancé la cima y vi la bajada, ya me dije: chao, listo, la cabrita va saltándose abajo. ¡Qué gozo! El final fue sumo, porque además estaba mi hija esperándom­e por sorpresa: ¡se había hecho mil y pico kilómetros para recibirme con un fuerte abrazo en la meta! Así que, antes de renunciar a algo en la vida, prueben; siempre hay que probar, nunca dejarse signos de interrogac­ión abiertos.

¿Cuál ha sido tu mejor marca?

Qué se yo. Jamás sé el tiempo que tardé. A mí lo que me llena de ego y orgullo es cruzar el arquito; ese momento es único, porque te ganaste, te ganaste a vos, no a la montaña ni a nada; te habías propuesto algo y lo lograste, y esto te da una fuerza interior bárbara para afrontar la vida diaria sin escapar de los problemas.

Eres testaruda. Soy capricorni­o. Detestas las barritas de cereales.

¡Te juro que no las soporto! Prefiero llevar pasas de uva, unos pancitos, un pedacito de chocolate (¡qué rico el chocolate!)… Pero las barritas me cansan. Aparte, no me entra hambre corriendo; meto algo en la boca por obligación. Lo que me encanta es el desayuno, ¡se desayuna antes que cualquier cosa! Unas tostadas con miel, queso, fruta, té…

¿Algún otro vicio confesable?

No, grande ninguno. Me fumo dos cigarrillo­s por la noche, y cae algún licorcito de vez en cuando, eso es todo.

Estás en plena forma. ¿Nunca has tenido achaques o lesiones?

Sufrir alguna rotura, algún tajo, alguna caída… es normal, y los dolores a mi edad es lógico que los tengás; pero como vienen se van, los sentís igual andando que quieta. Es un regalo la salud y el físico que tengo, y habiendo tantas cosas bellas allá afuera, sería de masoquista­s quedarse en la cama y renunciar a esa belleza.

¿Por qué sorprende tanto que una octogenari­a corra?

Qué se yo, porque se la imaginarán como eran las abuelas

antes. Pero ahora las abuelas tenemos un carácter más jovial, no vivimos dedicadas a los nietos y al hogar. Mi abuela era muy tranquila: de casa a la iglesia y de la iglesia casa. Mi abuelo, en cambio, era muy fuerte, y mi padre también; tenían un carácter muy duro, muy luchador. Puede que yo haya salido más a ellos…

¿Cuál es tu primer recuerdo en la montaña?

Yo nací en Italia, en un pueblo a veinticinc­o kilómetros de Como, en Monticello. No había grandes montañas, pero sí colinas altas. Trepaba con papá a la Grigna —2.410 metros de altitud en los Prealpes lombardos—; me llevaba en babuchas cuando yo tenía cuatro años. Nuestro juego era corretear entre las piedras y el agua de los torrentes, recolectar frutillas y nomeolvide­s… Y lo sigo haciendo en las carreras: cuando encuentro ramitas me las llevo; las plantas se rompen, pero tengo varios canastos llenos de piedrecita­s en casa.

¿Con qué soñabas de pequeña?

Mi vida italiana fue más o menos fea, ¿viste? Fueron los años de la guerra, no había tiempo para soñar ni desear un futuro. Por eso, a los 14 años emigramos acá, a Argentina.

¿Y cuáles son tus sueños ahora?

Mi próximo sueño será correr en la región donde nací, en una carrera de 25 km por los pueblitos del lago di Como mientras graban un documental sobre la historia de mi vida —se titulará Como Corre Forti—. Me acompañará­n unos primos que tengo en Italia y unos nietos que viven en Vigo y en Madrid. Será emocionant­e corretear por los mismos bosques de cuando era chica pero en la vejez. Fuerzas para la carrera no sé si tendré, pero emociones, muchas.

¿Y cuando ya no te queden fuerzas para correr…?

Y qué se yo… ¡Caminaré! Hay que acostumbra­rse a gozar de lo que se tiene sin llorar tanto de lo pasado. Lo pasado, bueno o malo, ya pasó. ¡Tratá de vivir el presente!

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