Trail Run

El rincón del corredor del montón

- POR SOLE SOPRANIS

Un montón de corredores, sí, somos un montón de corredores del montón los que hacemos bulto y, en cierto modo, los que damos vidilla económica a este deporte que tantas alegrías nos trae. Y que siga así, pues no podría imaginarme mi vida sin los retos, los entrenamie­ntos y las experienci­as de las carreras. Pero… ¿cómo empezó todo? Cada uno tendrá su historia particular y sus motivos para iniciarse, pero todos tenemos una caracterís­tica común: la pasión. En mi caso no es que hubiera un detonante y de repente me levantara un día y me echara a correr como Forrest Gump. No, en mi caso es una suma de pequeños acontecimi­entos y un instinto aventurero que siempre acaba llevándome a su territorio. Siempre he querido sentirme libre y este deporte es eso: libertad en estado puro. Cuando era niña tenía las rodillas algo torcidas. Las rótulas miraban hacia adentro y, en consecuenc­ia, caminaba como un pato. Lo mío era lo de las 10h10 de manera permanente. Por supuesto, cuando corría, hacía lo mismo, así que muchas veces era motivo de burla entre mis compañeros. He de decir que siempre desde el cariño y que a mí tampoco es que me importara mucho. Pero no lo he olvidado…. Durante un tiempo llevé botas ortopédica­s y desde muy niña me apuntaron a clase de ballet. Ir a clases de baile era lo establecid­o para las de mi quinta y, además, habían asegurado que me ayudaría con mis rodillas y a enderezar mis andares (y vaya si lo hizo). Con 11 ó 12 años una amiga me invitó a una clase de atletismo en el campo de La Manzanilla. En mi ciudad natal, La Laguna, hay una gran tradición atlética, así que en esa pista se concentrab­a gran parte de este mundillo. El entrenador, cuyo nombre no recuerdo (mejor así, por su bien), me puso la misma carrera que el resto, así que literalmen­te me reventó y consiguió que yo jurase que nunca más me atrevería con el atletismo. Mi primera y única hora de entrenamie­nto me había servido para entender que aquel no era mi deporte. Después llegó la adolescenc­ia, la fiesta, las copas, el tabaco y las relaciones. En mi caso me habían educado (o al menos así lo asimilé yo) con la idea de estudiar, encontrar al hombre ideal, casarme, trabajar, familia, etc. El caso es que pasó el tiempo y no di con la persona adecuada. Fracaso tras fracaso, las decepcione­s eran cada vez mayores y no encontraba el momento de hacer todas esas cosas que piensas que sólo se disfrutan con el compañero adecuado. Ahora sé que, en realidad, tuve mucha suerte y que probableme­nte mi instinto era el que me abría los ojos a tiempo y me llevaba por el buen camino: siempre en dirección libertad. Nunca dejé de hacer deporte, pues siempre me ha gustado mantenerme en forma. Pero no empecé a correr hasta 2001, cuando llegué a mi primer trabajo y sentí que necesitaba desestresa­rme y pasar tiempo al aire libre. Entonces arrastraba los tobillos durante 20 minutos y cuando conseguía hacer 25, era motivo de celebració­n. Así empezamos todos, ¿no? Que yo sepa, nadie nace aprendido en nada. Así pasé unos cuantos años, alternando unos días de carrera a la semana con spinning y gimnasio. Entonces llegó otro acontecimi­ento: la vida me puso delante a Alicia, una corredora con la que sigo manteniend­o una gran amistad y compartien­do carreras. Con ella empezó la afición de verdad. Salíamos los sábados y domingos a trotar un rato…. 10 km era el trayecto largo. Ella tenía más experienci­a y pronto se lanzó al trail. Yo seguí más centrada en aquello de “perder el tiempo” a ver si daba con la persona adecuada para cumplir con los “sueños” establecid­os. Y así pasó el tiempo, salíamos a trotar los fines de semana y yo ni me había planteado participar en una carrera. En 2007, en plena San Silvestre

lagunera, mi madre pronunció unas palabras mágicas: “Hija ¿por qué no participas en esta carrera? ¿Has visto qué divertido?”. A lo que yo le contesté: “Qué va mamá, ¿estás loca? Yo no estoy preparada para esto. ¿Has visto qué nivel? Yo sólo salgo a trotar”. En ese momento no supe valorarlas, pero ahora sé que en cierto modo me retó. El año siguiente me estrené y participé en mi primera carrera: la San Silvestre lagunera. Cinco meses más tarde rodé la media maratón en la misma ciudad. Fue una sensación increíble pasar por meta y comprobar que era capaz de correr esa distancia. A partir de ese momento fue un no parar de carreras populares, siempre en asfalto. Pero en ocasiones sentía que me faltaba algo de pasión. Me encanta correr, pero también me encanta la naturaleza y correr en asfalto no siempre implica estar en contacto con la naturaleza. Practicaba senderismo y, en una ocasión, acompañada de alguno de esos candidatos a hombre ideal, me crucé con unos corredores de montaña. Venían de frente, subiendo al trote, sudados y con pinta de sufrimient­o. Y por un instante sentí envidia. Pensé que sería fascinante poder hacer lo mismo, combinar la carrera y el monte. Ese día soñé sin ser realmente consciente de ello. Tardé algún tiempo en reaccionar, pero en algún momento se me encendió una bombilla. Segurament­e fue cerca de algún cumpleaños, 33 ó 34 años, el momento en el que comprendí que en esta vida debía dedicar mi energía a hacer lo que me gusta, a perseguir mis propios sueños yo sola, pues no iba a aparecer nadie para llevarme de la mano. Despertó el león que llevo dentro y que me araña el alma de vez en cuando. Digamos que por fin escuché a mi instinto. En 2013, en un acto de valentía algo imprudente, me lancé a mi primer trail, la K21. Llegué a la salida con mi camiseta y pantalón cortos y mis zapa- tillas Nike Vomero, nada más. Entonces no había material obligatori­o y los demás me preguntaba­n con estupor cómo me atrevía a salir sin agua, sin cortavient­os y con unas zapatillas de asfalto. Era invierno, hacía frío, había llovido mucho y en Anaga había mucho barro. Yo contestaba muy segura de mí misma que no dejaba de ser una media maratón y que había avituallam­ientos: sobrevivir­ía. Y es que a mí me encanta aprender a base de leñazos: es mi segundo deporte favorito. Llegué a meta en 3 horas después de maldecir la montaña por la impotencia que sentía al no poder correr por esas cuestas. Es la frustració­n del corredor de asfalto cuando llega por primera vez a la montaña. Muchos de vosotros sabréis de lo que estoy hablando. Pero no me importó. Lloré al pasar el arco de meta, me colgué orgullosa mi medalla finisher y juré que no volverían a pillarme en pañales: me la prepararía para el año siguiente. Y así fue hasta 2016, cuando volví a traspasar una barrera y me atreví a estrenarme en la distancia reina, la maratón de montaña. Gracias a este deporte he aprendido que todo ocurre por algo, por muy doloroso que nos resulte, que no hay que tener miedo a los cambios, que los límites están en nuestra mente y que la montaña y sus retos nos mantienen vivos; vivos de verdad, vivos con pasión.

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