El mundial desde dentro
Cuesta describir con palabras el alcance de un Campeonato del Mundo para un deportista. Suena bien, suena importante, suena ambicioso… pero transmitir el significado emocional que conlleva es casi imposible porque cada corredor sabe todo lo que ha emplead
Estoy sentada en el AVE de Madrid a Barcelona. Así comenzó todo, pero en dirección contraria, hace sólo cuatro días que han sido tan intensos que me parece que haya pasado un mes. Vuelvo cansada, pero me mantiene activa la adrenalina y la emoción vividas tras una carrera de 50 kilómetros con casi 3.000 de desnivel positivo y conseguir una medalla de bronce por equipos junto a mis compañeras de Selección y compartir con absoluta admiración las tres medallas del equipo masculino: oro y plata individuales para Luis Alberto Hernando y Cristofer Clemente respectivamente y el oro por equipos. Hace un rato, en Barajas, nos hemos despedido toda la comitiva. Doce deportistas: seis hombres y seis mujeres y los técnicos que han hecho un trabajo impecable. Me he sentado en el tren y he cerrado los ojos repasando cada instante de este Campeonato. Los acontecimientos excepcionales como este toman otra dimensión por la importancia que se les da a diferentes niveles: desde las expectativas de medalla que se tiene la Federación y que transmite a los deportistas, la atención de los medios de comunicación tanto nacionales como internacionales, el bullicio en las redes sociales, el hecho de vestirnos todos del mismo color y luchar, tanto de forma individual como conjuntamente, para subir a lo más alto e intentar alcanzar la gloria... Es la suma de muchas esperanzas, sueños, esfuerzos, ilusiones y pasiones metidas en un mismo bombo que explosionará en cuanto se dé el pistoletazo de salida. He vivido un equipo unido de deportistas de altísimo nivel que bajo la camiseta de correr guardan personalidades fuertes y corazones enormes. Algunos de ellos sometidos a la presión de tener que revalidar títulos, que dicho de voz suena “fácil” de alcanzar, pero que únicamente ellos conocen el verdadero empeño que hay detrás para llegar y mantenerse en lo más alto. Sometidos a la presión de centenares de ojos expectantes ante cualquiera de sus movimientos. Otros, que cumplían su objetivo con el simple hecho de haber sido seleccionados, pero que una vez allí se han contagiado de esa inercia positiva y se han crecido hasta competir al máximo nivel. Viajamos el jueves. Desde los diferentes puntos de la península hacia Madrid, donde nos recibieron en la Real Federación Española de Atletismo y, de allí, marchamos juntos en el vuelo Madrid-Bolonia, para repartirnos en coches y el autobús de la organización hasta Badia Prataglia. Un pequeño pueblo que guarda el encanto de las reminiscencias de una Toscana lejana, rodeado de preciosos bosques que, a nuestra llegada, estaban iluminados por una luna llena que insinuaba sórdidos caminos por los que competiríamos en menos de cuarenta y ocho horas. La jornada del viernes se preveía apretada. Desayuno copioso, importante para afrontar una carrera larga a la mañana
siguiente, seguido de los controles médicos tan importantes para mantener nuestro deporte limpio y a los que tuvimos que acudir todos como equipo. Un pequeño rodaje entre sonrisas y agradables charlas con las compañeras , ducha y comida. Reunión técnica, entrega de dorsales y organización de los avituallamientos, puntos de control y de asistencia, así como indicaciones para carrera, estrategias de equipo… Y directos al autobús que nos llevó al pueblo vecino de Poppi, presidido por un castillo medieval que se levantaba imponente sobre los viñedos toscanos, donde se hizo la inauguración del Campeonato del Mundo, se presentaron los treinta y ocho países participantes y cenamos exquisitamente bajo un atardecer melancólico, cálido y anaranjado. Realmente la ceremonia fue bonita, un poco larga, siempre pasa. Y, evidentemente, hace ilusión porque son acontecimientos que no se viven con demasiada asiduidad y, eres consciente de que aquello, en buena parte, lo están haciendo para ti. Pero realizarla a poco más de quince horas de la salida de un Campeonato del Mundo… genera un estrés que no te acaba de dejar disfrutarlo porque lo que nos gustaría a los corredores es estar tumbados en la cama, relajados, con las piernas en alto, el botellín de agua al lado y poder preparar con calma el material de la carrera. La noche antes de competir siempre se me hace corta. A las 5h30 de la mañana sonó diana y en el desayuno, entre combinaciones de pijama con chaquetas de la Selección, ya se respiraba compe- tición, pero también seguridad, ganas, compañerismo y empeño. Salimos a calentar y pasamos de la soledad del refugio donde nos albergábamos a la gran multitud de corredores de todos los países. Cada cual a su ritmo, buscando momentos de concentración, de visualización de la carrera. Unas rectas para activar piernas y al control de material para entrar a la cámara de llamadas. Allí dentro saltaban los flashes de las cámaras, los objetivos buscaban la imagen perfecta, los equipos nos reuníamos para tomar la foto final, los compañeros nos abrazábamos para desearnos suerte y… ¡2 minutos para la salida! Silencio… Todos colocados, con la mirada clavada en frente y una mano en el botón del reloj para darle al “on” tras la cuenta atrás, esperando una banda sonora épica que siempre nos acompaña en estos instantes tan adrenalínicos. “¡Pum!” sonó. Y aquello se desbocó. Los corredores salimos como si la carrera terminara al final de la calle. Teníamos 50 kuilómetros por delante y muchas ilusiones volcadas en ellos. Cada cual gestionó su carrera como creyó oportuno. Algunos con más acierto que otros como pasa en cualquier competición. El recorrido fue exigente. Con una primera parte rápida donde era fácil pasarse de rosca y una segunda mitad con más desnivel, donde llegar con buenas piernas era crucial. Combinaba tramos
de bosque sombrío que, sumado al cielo cubierto, agradecimos enormemente porque el calor de los días anteriores había sido sofocante. Lo precioso de estas citas, a parte del componente competitivo individual, es la puntuación por equipos. Los tres mejores corredores de cada país, en categoría femenina y masculina, puntúan para la clasificación de las selecciones. En un deporte como el nuestro en el cual, generalmente, únicamente pensamos en nuestro resultado es emocionante correr sabiendo que si aumentas un puntito más, a lo mejor contribuyes en ganar aquella medalla tan deseada. No borraré de la memoria dos instantes de estos días: en primer lugar cuando vi llegar a mi compañera Gemma Arenas cruzando la línea de meta, con los ojos humedecidos por una mezcla de cansancio y sufrimiento. Aunque su carrera individual no fue la esperada, luchó con todo lo que le quedaba para poderme regalar un segundo instante. El abrazo en el que nos fundimos cuando, tras comprobar los resultados allí mismo en meta, el speaker anunciaba los tres países medallistas. Habíamos conseguido el bronce gracias al esfuerzo de todas, tras una Francia intratable y el país anfitrión, Italia. Fue un momento sencillamente mágico, aunque no tenía allí conmigo al resto de las componentes del equipo. La entrega de premios fue bonita y divertida, la vivimos con euforia desinhibida, con el sabor de haber hecho todo lo que estaba en nuestras manos y se terminó la fiesta bailando la conga más internacional que he visto en un gran circulo en la plaza del pequeño pueblo toscano de Badia Prataglia. Es muy curioso, porque entre todas las personas que compartimos estos días, los corredores estamos hartos de competir, los técnicos han pasado infinidad de horas esperando en avituallamientos y reuniones, los delegados se han chupado decenas de Campeonatos, pero el hecho de vivirlo juntos siempre hace que, cuando ya te quedas solo, en el tren como estoy ahora, te des cuenta que estos días no han sido cualesquiera y que el recuerdo del lugar, de los compañeros, de los rivales, el sabor de la comida, el olor de los bosques, la amargura del sufrimiento, la dulzura de la gloria, el tacto de los abrazos y el sonido de las músicas, nunca jamás se borrarán de tu memoria.¡