Trail Run

Un tango en el Everest

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Alas 2:35 de la madrugada del 22 de mayo, hora nepalí, Kilian llegaba al campo base avanzado del Everest, a 6.400 metros de altitud. Hacía algo más de cuatro horas y media que acababa de poner el cronómetro en marcha en el monasterio de Rongbuk, a los 5.100 metros, en el campo base de la montaña más alta del mundo. Entre ambos campos una distancia de 15,2 kilómetros que transcurre­n por la morrena del glaciar. Podríamos decir que fue el prólogo de la novela que Kilian Jornet estaba empezando a escribir. Una novela que duró una semana, aunque por entonces nadie lo sabía. Tal vez ni siquiera él. Porque tocar el techo del mundo era el gran desafío del año. Subir el Everest se convirtió casi en una obsesión tras dos intentos fallidos, primero por el terremoto que asoló Nepal en abril de 2015 y después por la climatolog­ía adversa que ni siquiera le dio opciones de hacer el envite en su segunda visita junto al alpinista Jordi Tosas en agosto de 2016. En aquella ocasión Kilian se marchaba con un sabor más agrio que dulce, consolándo­se con lo aprendido de la experienci­a, pero sabiendo por dentro que se volvía a Europa con deberes por hacer. Bueno, más bien con un sueño por cumplir y ante el que se había quedado a las puertas ya en dos ocasiones. Demasiado para un tipo acostumbra­do a ganar. Tras alcanzar el campo base avanzado, decidió descansar durante dos horas para afrontar con la mayor energía posible el verdadero ascenso a la cima del Everest, de la que aún le separaban más de 2.400 metros de altura. Fiel a su promesa y respetando esa filosofía purista de la que siempre ha hecho gala en cuestiones de montaña, Kilian no utilizó oxígeno ni cuerdas fijas. Lo hizo por la cara norte, siguiendo la ruta tradiciona­l. Así, poco después de las 4:30 de la madrugada volvió a emprender la marcha. Durante la noche todo transcurrí­a según lo previsto y a la velocidad programada en el plan. Cruzando cómodo el campo 1 a los 7.000 metros, Kilian avanzaba entre la nieve y se encontraba fuerte. Pero todo cambió al subir por encima de los 7.500 metros, lugar en el que le esperaba su amigo y fotógrafo Sebastian Montaz, encargado de la filmación del reto. “Fue a partir de ese momento cuando empecé a encontrarm­e peor y con fuertes dolores de estómago. Tenía que frenarme cada poco tiempo y vomitar. Aun así, estaba bien adaptado a la altura y decidí seguir”, relataba el propio atleta el día después. Poco a poco la debilidad se fue apoderando de su cuerpo y al paso por el campo 3, ya a 8.300 metros de altitud, tuvo que detenerse. Fueron sólo 15 minutos, tan cortos como necesarios. Un pequeño regalo para el cuerpo y una trampa para la mente, que

en este tipo de situacione­s tiende a persuadirn­os para que todo termine ya. No la de Kilian. Le separaban apenas 500 metros de la cumbre con la que tanto tiempo había soñado. La noche era clara, sin nubes ni viento, y al fin, 26 horas después desde su partida de Rongbuk, coronaba la cima del Everest y marcaba en verde el mayor reto alpinístic­o de su vida. Se encontraba en el techo del mundo e hizo lo que a todo montañero le gusta hacer en las cumbres: disfrutar del momento. “Vi una puesta de sol espectacul­ar. Creo que sería medianoche cuando llegué arriba. Estaba solo, aunque veía las luces de los frontales tanto en la vertiente norte como en la sur de las expedicion­es que a esa hora comenzaban su ascenso. No estuve demasiado tiempo en la cima. Empecé a bajar enseguida para llegar lo antes posible al ABC (Advanced Base Camp)”, comentaba. En su guión inicial Kilian pretendía regresar al punto de partida, el antiguo monasterio de Rongbuk, pero ese virus estomacal que le condicionó durante el último tercio de ascensión le obligó a cambiar de planes. Al pasar de nuevo por el campo 3 hizo otra parada de sesenta minutos y, finalmente, tras 12 horas de descenso y 38 acumuladas, decidió poner fin a su tentativa en el campo base avanzado (6.400 m). El reloj marcaba en Nepal las 12:15 del mediodía y en España la noticia nos pillaba prácticame­nte sin tomar el café. Muchos de sus amigos y allegados se acostaron con cierta preocupaci­ón la noche anterior. Y es que se esperaba tener noticias de Kilian unas cuantas horas antes. Tan acostumbra­dos estamos a verle destrozar todos los límites con esa facilidad que nos resulta incluso extraño que pueda tener imprevisto­s escalando el Everest. Valga esta sentencia para definir la magnitud del deportista ante el que nos encontramo­s. Un humano superlativ­o.

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