Desde el centro de control
LA SEGURIDAD, LO PRIMERO Son las 7:00 am. Como el año pasado, tomamos café en el bar que hay justo debajo de lo que será nuestro puesto de mando. Las rutinas ayudan a proporcionar cierta sensación de seguridad a nuestro trabajo. No deja de haber cierta ir
En realidad, hay algo de exageración en esto. No es nuestra primera vez, y el recorrido se mantiene. Así que gran parte de esos meses se han dedicado a repasar la evaluación del año anterior, a reuniones previas, y actualizar documentación. Solo los dos últimos meses se pueden calificar de intensos. Es nuestra quinta Maratón del Meridiano al cargo de la coordinación de seguridad, y muchos de los procesos ya están automatizados. Conocemos el recorrido al milímetro, la mayor parte de los operativos son veteranos, los voluntarios recuerdan a la perfección sus tareas, y la organización ha puesto a nuestra disposición todo lo que necesitamos.
Y, aun así, está esa sensación. Ese vacío en el estómago. Nervios que te agarran desde mitad de semana y se niegan a abandonarte. Que roban sueño y fruncen ceños. Tantas incertidumbres. Tantas preguntas. ¿Responderá la señalización a las necesidades de los corredores? ¿Vendrán preparados para sus distancias? ¿Fallarán los voluntarios? Hay puestos que son imprescindibles ¿Y qué hay de las comunicaciones? Dependemos, una vez más, de los mismos repetidores de radio. ¿Y la meteorología? Este año va a ser complicada. Ha entrado una advección sahariana, y la humedad caerá por debajo del 40% durante toda la prueba. Condiciones de agosto en pleno febrero, pero con una temperatura engañosa. Los labios se resecan ante el mero pensamiento. Aquel que descuide su hidratación lo va a tener complicado para terminar.
Podríamos tener un récord de abandonos. Lógicamente, ninguno decimos nada de esto en voz alta. Todos conocemos las preguntas. Todos tenemos las mismas dudas. Pero no podemos hacer nada más por anticipar las respuestas. Así que disimulamos. Disimulamos la tensión a través de sonrisas, bromas y saludos sinceros a los miembros del operativo que se van personando, justo antes de salir hacia sus respectivos puntos. Hay un cariz casi marcial en el proceso. Palmadas en el hombro. Cabezas que asienten. Y rostros tensos. Personal de control, recursos sanitarios, equipos de rescate… Saben que contamos con ellos. Que los necesitamos. Que cada pieza es relevante. El sistema es flexible y adaptable, está diseñado para ello. Pero no podríamos reaccionar a según que fallos.
Sin tiempo para pensar en ello, van apareciendo los primeros corredores. Siempre se nos escapa alguna mirada valorativa. No podemos evitarlo. Los hay serios y concentrados. Otros relajados y bromistas. También algún gesto que no sabemos identificar. Ellos son el motivo por el que estamos aquí. Herramienta y fin. Causa y objetivo. Además, son los principales
actores en la gestión de la seguridadidd en lla prueba.b DDe lla propia, i por su preparación y comportamiento en carrera. Y de la ajena, también. La mayor parte de los avisos por incidentes medios y graves en el Maratón del Meridiano provienen de los propios participantes, que informan de la existencia de compañeros en apuros en cualquiera de los tramos situados los puntos de control. Nuestros primeros alertantes. Somos un cuerpo con mil quinientas terminaciones nerviosas. Y todas son igual de importantes.
Querríamos acercarnos a cada uno de ellos. Mirarles a los ojos. Recordarles que la bajada de Sabinosa es delicada. Que no deben dejar pasar un solo avituallamiento. Hoy no. Preguntarles cuánta agua llevan y, tal vez, insistir en que esos quinientos gramos de menos no merecen la pena. Cuidado con San Salvador, las piedras se cubren del barro que se genera con la humedad de la noche, y hay que extremar la precaución con cada pisada. Sí, ten calma, ve a tu ritmo. Pero no te relajes, no queremos cortarte. En nuestra mente bulle una docena de conversaciones simultáneas con cada uno de los participantes de 42 km que comienzan a agruparse en la zona de salida neutralizada. Se colocan las medias, ajustan sus relojes y charlan animados, ajenos a las cien innecesarias instrucciones que les damos en silencio. En realidad, muchos fingen, igual que nosotros. SonrisasSi para disipar la incertidumbre.
La megafonía llena el aire con las primeras canciones, pero no somos del todo conscientes.
“Beban” se me escapa en voz alta, sin querer, al cruzarme con una habitual de la prueba. Ella sonríe y asiente, confiada. Le devuelvo la sonrisa. También saben lo que hay en juego. Mejor, tal vez, que nosotros mismos.
Subimos al puesto de mando, nuestro hogar durante el medio día que se avecina. Más, si se producen incidentes, o no logramos localizar a todos los participantes. Protección Civil, recursos sanitarios, rescate… todos se incorporan a sus posiciones. Los Coordinadores generales hacemos lo mismo, dedicando una mirada crítica al proceso. Hay algunos integrantes que debutan en el puesto de mando, y se saben bajo escrutinio. Se encienden los ordenadores, se despliegan las pantallas, y las emisoras parpadean en busca de cobertura. Durante la siguiente, la reconfortante rutina de comprobar la ubicación de todos los recursos en sus posiciones ocupa nuestro tiempo. La familiar voz de Depa suena por los altavoces, imponiéndose al bullicio. Junto a él, atrona el “Ace of Spades” de Motörhead. Algunos esbozamos una sonrisa, reconociendo uno de los dúos más icónicos del Maratón del Meridiano. Todo está preparado. Todo está listo. Salimos al balcón y hacemos una se
Se encienden los ordenadores, se despliegan las pantallas, y las emisoras parpadean en busca de cobertura
ñal. Las emisoras no sirven de mucho ante el creciente ruido. Incluso desde arriba, se aprecia la tensión en los rostros del director técnico y del de carrera. Cada uno libra sus propias batallas.
Todo ok.
Se da la salida neutralizada. Comunicamos el inicio del preventivo. Y, de repente, los nervios desaparecen.
Ya no hay congoja. No hay duda. Solo está el plan. El mapa de la isla se despliega, casi tangible, ante nosotros, mientras los iconos se desplazan por las pantallas. Cinco voces tratan de imponerse a la megafonía residual, confirmando a través de sus respectivas radios instrucciones ya memorizadas. Para que todo salga bien, hay que suponer que no lo hace. Pronto, uno de nuestros miedos se materializa. Ha caído un repetidor Tetra. Uno que no tiene redundancia ni anillo complementario en la zona. Las comunicaciones con el sector 3 desaparecen al instante, y los iconos de las nueve unidades geoposicionadas quedan congeladas en los monitores. Mientras los equipos de mantenimiento se dirigen raudos al repetidor, desde el puesto de mando imaginamos a nuestros recursos desplegándose en el área. La utilización de los canales directos. El mantenimiento de los protocolos. Esta circunstancia ya estaba contemplada. Sabemos que el operativo está preparado. Sabemos que está funcionando. Sabemos que lo sabemos. Pero eso no reduce la incertidumbre. Uno de nosotros, desplazado a la dorsal sur de la carrera, llega a la zona como jefe de sector, tal y como estaba previsto, dando cobertura a esta contingencia. Aun así, antes de que comiencen a llegar los corredores a la salida parcial ubicada en el sector, se recuperan las comunicaciones. En la sala se escuchan suspiros de alivio. Está bien tener plan B. Y C. Incluso D. Pero nada como volver al trillado sendero principal.
A lo largo de las siguientes horas, se suceden los incidentes al uso. La cola se retrasa. La cabeza se adelanta. La organización se multiplica para llegar a todo. Los transportes circulan. Se dan más salidas. Y más de mil pares de zapatillas golpean rítmicamente el suelo volcánico de la isla.
Como es normal, no todo funciona perfectamente. Hay confusiones con topónimos. Desvíos más largos de lo necesario. Mensajes que se interrumpen e interferencias de radio. En un determinado momento, un rebaño de ovejas ocupa una vía de tráfico esencial. Nos permitimos alguna broma al respecto. Al fin y al cabo, correr por una Reserva de la Biosfera, un pequeño caleidoscopio de paisajes y tradiciones como es El Hierro, tiene estas cosas.
Antes de que nos demos cuenta, un ser de otro planeta, llamado Stian Angermund-Vik, cruza la meta en Tigaday. Nos dejamos llevar por un momento, y nos asomamos, emisoras en mano, al balcón. Veinte metros más abajo, el vencedor alza los brazos y sonríe, tras tres horas y cuarenta y dos minutos de carrera. Tiene mejor aspecto que nosotros, comenta alguien. Reímos, totalmente de acuerdo, mientras volvemos al interior. Para el noruego, la carrera acaba de terminar. Para nosotros, apenas está empezando.
Como esperábamos el calor comienza a cobrarse sus primeras víctimas. Empiezan los abandonos. Un goteo intermitente, que se acelera a cada hora. Los corredores se acumulan en los puntos de recogida, mientras los transportes previstos por la organización funcionan a pleno rendimiento. Es la primera vez que esta parte del operativo se enfrenta al escenario para el que estaba ideado. Nunca hemos tenido tantos traslados. Algunos participantes se ven obligados a esperar más de lo que nos gustaría, pero el sistema funciona.
Mientras tanto, tenemos que hacer frente a los primeros rescates delicados. Se repite una situación habitual: aviso por parte de varios corredores, alertando de lesionados con similar diagnóstico en tramos contiguos. ¿Son distintos avisos sobre la misma persona? ¿O son diferentes casos? A veces, cuando los equipos de rescate llegan, el participante ya se ha recuperado y se ha marchado. Tal vez nos hemos cruzado con él mientras ascendíamos por un sendero. Esta es la mejor circunstancia. Nos da un breve dolor de cabeza, sí, buscando sin descanso al posible afectado, pero terminamos por confirmar que nadie nos necesita.
Hoy no es este el caso.
Dos lesionados, en el mismo tramo. Con síntomas similares. Uno puede ser serio. El equipo de rescate asignado a la zona canaliza toda la tensión acumulada en dos intervenciones muy exigentes físicamente. Ambos corredores son trasladados a las ambulancias que esperan trescientos metros más arriba, en la carretera. Una vez más, la contradicción: la satisfacción del trabajo realizado, la tristeza por haber sido necesarios. El eterno sabor agridulce de la seguridad.
Casi a la vez, nos enfrentamos a uno de los peores momentos en nuestro trabajo. Las horas de corte. Ya anticipábamos que esto podía suceder, especialmente con la climatología reinante. Pero esta vez, al contrario que otros años, la situación se desborda. En tiempo y en número de corredores. Contactamos con la dirección de la carrera. También lo saben. Esperaban la llamada. La decisión es dura, pero no hay mucho lugar a la duda. Superamos la hora, la temperatura sube, y la humedad relativa baja. Es un riesgo para la seguridad de los corredores. De los que superan la hora. Y de los que no.
El tiempo de corte no es el límite aceptable de paso. Es el umbral definitivo. Correr próximo a él implica que se bordea el tiempo máximo que la organización se ha dado a sí misma para poder mantener el operativo. Para poder proteger a los participantes. Aceptar rebasar las horas de corte implica asumir que la dispersión de la carrera es superior a nuestra ca
pacidad de supervisión. Mantener a esos corredores en carrera significa arriesgarnos a desasistir a los quedan en marcha. Es un paso que no podemos dar.
Con gesto agrio, comunicamos la decisión al operativo, y se informa por radio. Los puntos de corte comienzan a retirar dorsales. Al contrario que otros años, no se trata de dos casos aislados. Imaginamos el enfado de los corredores. Su rabia. Su decepción es la nuestra. La retirada de un dorsal es un fracaso personal para la organización. Una pérdida del propósito. Todo nuestro trabajo tiene como fin que el corredor participe, disfrute y llegue a meta. Cada vez que un participante no lo logra, fracasan una pequeña parte de nuestras esperanzas.
Una vez más, ese sabor agridulce en la base de la lengua. Uno de los coordinadores llama la atención sobre un hecho. Nos hemos olvidado de comer. Son casi las cinco. Murmurando excusas, llamamos a logística. Como siempre, responden de inmediato. Se nos escapa una mueca de insatisfacción por el olvido. No es un mérito. No es una cicatriz que lucir, ni hay medalla a la resistencia por ello. Es, de hecho, otro pequeño fracaso. Un desliz más que inadecuado. La prueba requiere que demos nuestra mejor versión. Que conservemos el mejor criterio. La seguridad de los corredores y del operativo depende de ello. Descuidarse nuestro avituallamiento es inaceptable. Una pausa en los incidentes nos permite comer con cierta tranquilidad, en silencio.
Por fin, el control de cierre se aproxima a la meta, acompañando al último participante. El público que no se ha dispersado, junto a un puñado de corredores, aplauden su llegada. Las ambulancias se apiñan en los aparcamientos, y los equipos de rescate se precipitan, ruidosos, en el puesto de mando. Entregan emisoras y comparten las anécdotas del día. Fuera, en la calle, se respira el ambiente festivo del final de prueba, y esa sensación se contagia a parte de los ocupantes del ahora bullicioso puesto de mando. Finaliza una nueva edición del Maratón del Meridiano.
Es como si todo hubiera terminado bien. Pero no es así. Un golpe en la mesa llama la atención de los presentes. El preventivo no ha terminado. Treinta y nueve dorsales no han registrado su cruce de meta. Pueden ser errores en el paso por la alfombra final. Pueden ser abandonos no comunicados. O distorsiones en el mensaje que lleva el número de dorsal que se retira hasta llegar al sistema de registro informático. Suele haber un poco de todo. Pero tanto en mar como en tierra, cada dorsal ausente es un desaparecido potencial. Toca llamar a cada uno de esos participantes. Los miembros del operativo bajan la voz, y se retiran conversando entre murmullos. Saben que les toca esperar.
El proceso es tedioso. La mayor parte de los teléfonos están ya apagados, o sin batería. Repetimos, insistentes. Aunque los teléfonos de contacto en emergencia asoman tentadores, procuramos evitarlos. Al menos, por ahora. Llamar a esos números suele implicar alertar y preocupar a la familia del corredor. A veces el destinatario de la llamada ni siquiera sabe que el “desaparecido” se encontraba corriendo. O en la isla. Preferimos la insistencia, y localizar a otros miembros de sus clubes, si los hubiera. Funciona.
Una hora y ciento dieciséis llamadas telefónicas después, tachamos el último dorsal de la lista. Nos miramos y sonreímos. Se comunica por emisora el final del preventivo. Un alivio silencioso, invisible, se extiende por las calles de Frontera. Nos asomamos de nuevo al balcón. Abajo, centenares de corredores, familiares, amigos y curiosos pululan por el asfalto, a la espera de la ceremonia de entrega de trofeos. Despreocupados. Ajenos a la maratón paralela que acaba de terminar, unos metros más allá de la meta.
Como debe ser.
Jesúsús Jesúúss Barranco, Barrannco, Zebenzuy Zeebeennzuy Lima y Noel Tooledo Toledo FORMFORMAN FORFORMFMAN PARTE DEL EEQUIPOUIPO EQUIPO DDE DE SEGGURIDDAD SEGURIDADGURID DE LA MARAATÓN MARATÓN DELDE DEL MEMERIDIANO MERIDIANO