ESCOGIÓ LAS DUNAS, NO LA SELVA
Nuestra figura más reconocida tuvo que dar un inesperado giro de timón a su carrera. Establecido como el tipo que lo ganaba todo durante años, intocable en lo más alto, llegó el momento en que los vientos ya no eran tan favorables. Y desapareció. La opción que más se barajó era que hubiera optado por la exhuberancia turquesa y verde de cimas más templadas. Imaginad: tener al alcance de la mano caminos casi vírgenes, preciosas atardecidas subiendo y bajando desde Matagrande, Juncalito, correr y caminar por el verdor que te lleva hasta Antonsape o Sabaneta. Montaña y más montaña en el mismísimo parque Arnaldo Bermúdez, entre las provincias de San Juan y Santiago. Podría tirarse recordando sus tardes de gloria metiendo los pies en las arenas color marfil de la playa de las Caobitas. Pero su puesta en escena dio un segundo golpe escenográfico y tampoco el caribe dominicano le vio aterrizar por allí. Habían sopesado los más inocentes que los Alpes suizos volverían a ver su alta figura. Pero era demasiado evidente. Demasiados años volando a Ginebra, desde donde casi tienes el lago de
Annecy y las crestas por donde discurre la Maxi Race. Se había convertido en una figura de primer orden, demasiado conocido ya. Tanto que la presión de la gente, los locos fans, podría ser un inconveniente para esos días de retirada. “No”, meditó en público más de una vez, “ya quiero ir dejando sitio a los chicos, de verdad. Añoro cierta soledad. Estar pendiente de todo cada vez me quitaba tiempo para las cosas importantes”.
Y se entendió muy pronto que para él las cosas importantes tenían el dorado color del Mediterráneo sur. Tardamos un tiempo en saber que se había instalado en un esquinazo altamente privado mirando a la playa de la Corniche, al embarcadero exclusivo desde donde, a un chasquido de dedos, la maquinaria palaciega montaría excursiones al transparente mar de todas las historias y leyendas. Como un Homero en retirada, el veterano campeón de todas las categorías, el puñetero rey del cotarro, tendría al alcance de la mano las negras cimas de los Jebel que hacen frontera con Omán,de las interminables líneas del horizonte desértico. Siempre adorando las cumbres, siempre retando las dificultades de ascender y ascender para demostrar a sus paisanos que él y muy pocos más estaban tocados por una vara divina. Que, por mucho que unos pocos se empeñasen, él y los suyos nacen indestructibles, soportados por los caprichos de los dioses. Nosotros poco más podemos hacer que disfrutar de sus hazañas y envidiarle.
Fuera como fuera, ahora llegaba el momento de elaborar reportajes sobre sus victorias, los miles de kilómetros que empleó durante su carrera para conectar gentes y mundos, hasta sus afables y sonrientes posados. El hombre que todo lo ganaba pensaría en los aficionados que le aplaudían mientras el polvo desértico sobrevolaba el cielo en días de viento sur, diluyendo las plantas más altas de las torres del Saint Regis, el Raddison, el Jumeirah o del cuartel general de la ADNOC. Cuentan que, socarrón, campechano como solo él sabía ser, dijo mientras se ajustaba el cinturón que todo merecería la pena si esto servía para que nos lanzáramos a explorar mapas, nombres de ciudades, a buscarle. Como si lo más que mereciéramos fuera un premio por aprobar un primer curso de geocaching. Qué tío. Siempre pensando en nosotros.