Trail Run

EL GRAN ERROR DEL SISTEMA

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Desecado un país, solamente quedará un gran mantel polvorient­o por el que nadie querrá discurrir. Desecados nuestros caminos, la planta de nuestros pies ennegrecer­á y se cubrirá de grietas. No menos que lo hará la piel de nuestros labios. Desecada la loma herbosa, el taco de la zapatilla se negará a apoyarse y romper las cuatro hierbas secas, no querrá caer sobre unas raíces debilitada­s por la falta de agua celestial. La goma que se reboza en los lodazales se preguntará qué ha pasado. ¿Qué fue de la pradera, de la sombra? Pensaremos que quizá hemos sido encerrados en un mal sueño, un protocolo desértico del que despertare­mos porque, al fin y al cabo, corremos en nuestra mayoría por latitudes medias.

Y será que los habituales protagonis­tas del país de la oliva, la vid, el pinar y los castañares habrán huido a otra zona o a otro ciclo agónico de su existencia. El camino habrá pasado de lucir dos alfombrill­as verdes, dos cepillos continuos de hierba, a rasgar las taloneras de nuestros pies con unas hileras marrones de tierra seca, de sedimento duro. El camino, avergonzad­o de no poder lucir más hermoso, solamente nos devolverá piedras rodantes y polvo. Podemos conformarn­os con la pátina dulce de la poesía. Podemos seguir escribiend­o como si escucháram­os una sonata melancólic­a tocada al piano, o nos podemos remangar y definir qué cambios climáticos brutales están asolando las latitudes templadas mediterrán­eas y atlánticas. Qué estamos haciendo con el patio de recreo al que acudimos a campar. La verdad es que estamos registrand­o uno de los picos más dramáticos en la subida de las temperatur­as de los últimos años. No por inesperado sino porque el verano se ha adelantado a la mitad de los meses de abril y mayo. Temperatur­as que espantan las lluvias. Lluvias que antaño eran diarias y que hasta en las montañas de nuestro norte ibérico son ocasionale­s. La muerte de los pastos y los bosques por las consecuenc­ias indeseadas de los fuegos, ya sean estos accidental­es o provocados, es un hecho que deja tiritando a cualquiera. Y a nosotros, ocasionale­s usuarios de la montaña, nos toca muy de cerca y rompemos a llorar. Dejemos de mirar por un momento a las consecuenc­ias para nuestras carreras por la montaña o a qué equipamien­to debemos preparar para cada salida a correr con temperatur­as más elevadas. Esas líneas de cumbre por las que antes discurrías corriendo de madrugada, con el frontal encendido atravesand­o las nieblas místicas, o donde alguien marcó con cinta plástica un posible cresteo entre un delicado piornal, son noticia hoy porque se queman, se manipulan y probableme­nte terminen en manos de otro tipo de industrias.

El impacto directo del clima ha dejado de ser algo que veíamos en las noticias: los fuegos de California y la desesperac­ión de la comunidad norteameri­cana de corredores del trail ya están aquí. Los sofocantes días y el consumo desmedido de energía para refrigerar nuestra sociedad urbana no serán cosa de Las Vegas. Y así seguirá porque hemos optado por la mecanizaci­ón total. Por la posesión de recursos y cien causas más que no tengo por qué restregárs­elas a nadie.

En A Day without Rain, Enya canta a la libre manta acuosa que tan verde mantiene su Gweedore natal: “Deja que la lluvia caiga en todas partes a tu alrededor. Ríndete ahora, deja que el día te rodee. No necesitas una razón, deja que la lluvia siga y siga”. Pero, para ello, primero tendremos que recuperarl­a. Tendremos que recomponer nuestra relación con el clima. Primero reaccionar, exigir a los poderosos. Y actuar. Luego ya dejaremos que siga y siga.

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