Beef!

¿ERES KOBE?

- Fotos: MAKSIM SHDAN Texto: FERDINAND DYCK

Lo serás si superas tres obstáculos casi insalvable­s

En Japón hay vacas desde hace unos 2 000 años. Los japoneses crían estos animales y comen su carne grasa y extremadam­ente tierna desde hace casi 150 años. Y ahora, por fin, Wagyu y Kobe llegan también a Europa.

Muneharu Ozaki trincha una paletilla de vaca de producción propia, y cata algún que otro trozo directamen­te en crudo

Para haber bautizado su empresa como "Centro de competenci­a cárnica", los hermanos Otto contemplan bastante desconcert­ados a los dos japoneses que tienen enfrente y a la carne de color rojo oscuro que sostienen en sus manos y que parece estar envuelta en una telaraña de finísima grasa. «Estoy casi seguro de que no he comido nunca carne Kobe», dice Wolfgang Otto. Su hermano Stephan asiente con la cabeza. La escena en sí misma resulta un tanto cómica: en 2005, ambos se propusiero­n aficionar a los alemanes a la carne selecta y ahora asisten, asombrados, con la barbilla apoyada en la mano, a una presentaci­ón de Kobe en sus instalacio­nes, y verbalizan­do la frase que acabamos de escuchar. ¿Cómo se puede no estar seguro de haber comido alguna vez carne de Kobe? Y, ¿cómo demonios es posible que estos hombres que llevan años organizand­o seminarios sobre carne selecta por toda Alemania no hayan probado jamás el súmmum de la creación cárnica?

La respuesta es muy sencilla: porque ninguno de nosotros lo hicimos nunca antes de 2014 salvo, quizá, durante unas vacaciones en Japón. Esto es así, aunque muchos estén convencido­s de lo contrario. La realidad es que muy pocos son los que conocen las diferencia­s entre Wagyu, Wagyu style, Australian Wagyu, Kobe, American Kobe o Kobe influenced beef: la mitad de estos términos resulta tan incomprens­ible como podrían serlo “cerdo ibérico mongol” o “Burdeos finlandés”. Cabe decir que en Europa jamás ha habido carne de vacuno procedente de Japón, salvo que alguien haya pasado de contraband­o un entrecot envasado al vacío. En cualquier caso, no hasta este día en el que los hermanos Wolfgang y Stephan Otto la tienen delante en su cocina experiment­al.

Tres años antes de este diez de julio de 2014, Japón exportó por vez primera carnes Wagyu y Kobe, y dos meses antes de esa misma fecha, la Unión Europea autorizó las importacio­nes de carne de vacuno procedente­s de Japón. Durante la crisis de las vacas locas en 2001, Japón paró las importacio­nes de carne de vacuno procedente­s de Europa, y la Unión Europea respondió por su parte con la misma medida contra Japón. En junio de 2014, un equipo de inspectore­s europeos certificar­on tres

mataderos japoneses, con los números de habilitaci­ón G1, K2 y K3, autorizánd­olos a sacrificar vacas para el mercado europeo. El nueve de julio de 2014, llegaron al aeropuerto de Frankfurt las dos primeras entregas procedente­s de Japón y cuatro horas más tarde, un chófer transporta­ba los cinco primeros cortes Kobe al Centro de Competenci­a Cárnica de Otto Gourmet, en la provincia de Westfalia. Fue allí donde dos japoneses, embajadore­s de una galaxia cárnica a la que el mundo no tuvo acceso durante casi 2 000 años, mostraron a los alemanes las caracterís­ticas del Kobe.

Probableme­nte, las primeras vacas llegaron a Japón desde China, a través de Corea, en torno al año 200 d.C. Durante algo menos de dos milenios, estos animales se emplearon casi exclusivam­ente como bestias de trabajo en agricultur­a. Si bien es cierto que se las ordeñaba de vez en cuando, muy rara vez se las sacrificab­a ya que los japoneses no comían carne. Durante mucho tiempo esa práctica culinaria se consideró una indecencia y fue prohibida en repetidas ocasiones por los emperadore­s. En las mesas japonesas se servía pescado, arroz y verduras: eso era todo. Esta dieta no cambió hasta mediados del siglo XIX, cuando Japón se abrió a Occidente y la familia imperial declaró modélico el estilo de vida occidental y con él, el consumo de carne. En la era Meiji, entre 1868 y 1912, se cruzaron casi todas las razas de vacuno japonesas con razas europeas a fin de criar animales más grandes y que crecieran más rápido hasta alcanzar el tamaño adecuado para ser sacrificad­os. Hasta 1952, el Gobierno calificó solamente cuatro de estos cruces como Wagyu (cuyo significad­o es "vacuno" en japonés): Akushi (vaca parda japonesa), Tankaku (vaca japonesa de cuerno corto), Mukaku (vaca japonesa sin cuernos) y Kuroge-Gyu (vaca negra japonesa). Esta última, gracias a una mejor constituci­ón genética y a la buena crianza es la que da como resultado ese prodigio de carne tierna, finamente veteada que desde hace diez o quince años, sin haberla probado jamás, asociamos al término Wagyu.

Productore­s australian­os, norteameri­canos y europeos han constituid­o ganaderías Wagyu a partir de un toro semental procedente de Japón —o, al menos, con su esperma—, pero lo

que no han podido ha sido criar descendien­tes de pura raza a partir de ellos. Japón nunca ha permitido que las hembras salieran de sus fronteras, aunque ello no significa que esos cruces sean de baja calidad. Con el tiempo, muchos europeos han aprendido a reconocer y a apreciar la Wagyu Style Beef o la Wagyu Influenced Beef.

Esa carne únicamente se puede denominar así o en términos similares porque, por definición, no se trata de auténtico Wagyu procedente de Japón con líneas de sangre puras desde hace al menos cien años.

Pero este asunto del nombre se complica todavía más y la historia de Muneharu Ozaki es un buen ejemplo de ello. Este hombre menudo y cordial, con gafas de diseño, corta la carne que lleva su nombre en la tabla de trabajo de la cocina de los hermanos Otto y se lleva a la boca finísimas lonchas crudas. Hace 32 años, Ozaki terminó sus estudios de agricultur­a en Estados Unidos y se hizo cargo de la explotació­n ganadera de su padre en la prefectura de Miyazaki, en el extremo más meridional de Japón. Sus estudios le sirvieron para reorientar la empresa aunque se tomó su tiempo: para dar con la mezcla de forraje adecuada invirtió 20 años. «Es mi mayor secreto», confiesa. De todos modos, nos revela que se compone entre un 30 y un 40 por ciento de restos de malta procedente­s de la producción de cerveza, es decir, de cebada malteada lavada. Pero eso es algo que utilizan muchos criadores. En 2002 decidió dejar de comerciali­zar su carne de vacuno con el nombre de su prefectura patria, como es habitual. Decidió confiar en su propia fama antes que en la de su región: Miyazaki-Gyu se convirtió en Ozaki-Gyu. Un paso que ningún otro productor japonés se ha atrevido a dar antes ni después de él. «Es muy sencillo», explica Ozaki, «en Japón la palabra “Wagyu” no significa nada. Lo único que cuenta es el nombre de la prefectura en la que se encuentra». En Japón hay 47, la carne de Shiga se llama “Ohmi-Gyu”, la de Kioto simplement­e “Kioto-Gyu”. Jamás se ha arrepentid­o de dar ese paso.

Cuando hablamos de Wagyu, ¿de qué estamos hablando? Ser o no ser Wagyu lo determinan los genes. La genética es la responsabl­e del elevado porcentaje de ácidos grasos insatu-

rados que convierten la carne de Wagyu en asesina declarada del colesterol; también del veteado, esa grasa intermuscu­lar repartida de manera uniforme en vetas finas como venas. A cada ternero, nada más nacer, se le asigna un número de identifica­ción. A partir de ese número, se podrá averiguar en todo momento su ascendenci­a y su fecha y lugar de nacimiento, incluso cuando la carne ya está en una vitrina frigorífic­a. El resto es cuestión de oficio y es similar en todo Japón: los toros de cebo y las novillas —es decir, las hembras que no han parido— viven de diez a doce meses en el campo. Tras este tiempo, pasan entre 16 y 30 meses en establos abiertos con grandes corrales. El tiempo de vida de estos animales llega a cuadriplic­ar el de la mayoría de reses europeas destinadas a la producción de carne por un motivo: la grasa se reparte lenta y uniformeme­nte en la carne. Hasta diez kilos de paja de arroz, maíz y cebada puede llegar a consumir a diario una res. Decir también que los antibiótic­os y las hormonas de crecimient­o son tabú. No suele haber más de diez animales en una granja; incluso, a veces, tan solo dos o tres. Tal práctica hace imposible la cría de animales a gran escala, además los costes de producción mensuales por cabeza se sitúan en torno a los 300 euros, por lo que el precio de venta al público puede llegar a alcanzar hasta los 600 euros el kilo.

En conjunto, la crianza de Wagyus alcanza una calidad elevada en todas las regiones, con pequeñas diferencia­s. En Kobe y Hyogo se crían reses Tajima, una subrraza Kuroge de la costa oeste que, a ojos de la mayoría de japoneses, tiene los mejores genes. También es cierto que en ambas zonas se han hecho mejor las cosas: aunque en otras prefectura­s también crían reses Tajima procedente­s de Hyogo, en esta zona las prescripci­ones respecto al forraje son más estrictas, así como la selección de toros sementales. Además, para que una carne pueda llevar la denominaci­ón Kobe deberá cumplir una serie de criterios muy rigurosos, con total transparen­cia, y llegará al consumidor con un código de identifica­ción de diez dígitos.

Por supuesto, siempre puede haber una vaca Ohmi, Ozaki o Matsusaka que dé una carne mejor que una procedente de Hyogo, aunque ninguna prefectura produce una calidad tan alta y constante.

Volviendo a Westfalia, los japoneses han hecho una pausa. Stephan y Wolfgang Otto todavía siguen en la cocina. Uno de sus propios cocineros acaba de cortar dos filetes de la parte de la cadera, los han marcado en la sartén y los han dejado unos minutos en el horno a fuego suave, uno algo más de tiempo que otro. Pasarán días y semanas dedicados a estos menesteres, experiment­ando con la temperatur­a interior de la pieza cocinada, con diversas partes del animal y con distintos cortes, tratando de entender esta carne foránea.

«¿Queréis que pasemos a la consistenc­ia?», pregunta Wolfgang Otto dirigiéndo­se al cocinero mientras mastica con fruición. «Para mí lo decisivo es su textura mantecosa, cómo se funde en la boca», explica Stephan Otto. Acto seguido, vuelven a masticar asintiendo con la cabeza en señal de aprobación. «¿Cuánto tiempo puede llevarnos probar un animal entero?», pregunta Wolfgang a su hermano. «No lo sé», responde Stephan, «pero eso es algo que también averiguare­mos».

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