Beef!

Gran jefe Little Leaf...

- Fotos: MARTIN KESS Texto: FERDINAND DYCK

Los antepasado­s de Conrad Little Leaf (Conrad Pequeña Pluma) ya cazaban bisontes en las praderas canadiense­s HACE 6 000 AÑOS. Atraían las manadas hacia accidentad­os precipicio­s rocosos por donde se despeñaban.

En América del Norte, hoy los bisontes son criados y sacrificad­os para consumo humano. Su DELICIOSA CARNE ha sido su salvación

En otra época, 60 millones de bisontes recorrían el continente norteameri­cano. Para los nativos, estos animales significab­an alimento, medicina y religión. Hasta que llegaron los colonos europeos y los aniquilaro­s. Sus descendien­tes, no obstante,

se preocupan por el rico pasado de estos animales y de su cría.

El enorme macho está apartado del rebaño: al otro lado, donde el vasto territorio de la hondonada confluye con el lecho del arroyo, a unos 500 metros del resto de los bisontes. Una pátina blanca cubre el pelaje del viejo animal, que alza la mirada hacia la manada, las 400 hembras y becerros que una vez estuvieron bajo su dominio, y empieza a alejarse lentamente en la dirección opuesta. Su tiempo ha pasado, y el animal parece saberlo. “En el verano perdió su último combate con los jóvenes machos”, dice Armin Müller, un suizo hijo de campesinos que ya de niño soñaba con el salvaje Oeste. En julio y agosto los bisontes machos sostienen sus enfrentami­entos para determinar quién domina la manada. Y se lo toman en serio, acaban rompiéndos­e los huesos. “Mandaré sacrificar a ese toro viejo”», dice Müller. “Su carne sigue siendo muy tierna”.

Hace 40 años que Armin Müller dejó la Suiza central para establecer­se en estas lejanas tierras canadiense­s. Ahora es criador de bisontes, y vive de las ventas de la excelente carne de estos animales. Pero Armin Müller es también protector y salvador de los bisontes. Que actualment­e haya en el mundo unos cientos de miles de ejemplares de esta especie se debe a hombres y mujeres como él, que han trabajado para que los bisontes sean animales menos salvajes, cercándolo­s en praderas inmensas delimitada­s por enormes vallados. Personas que los sacrifican y ganan dinero con ellos, con su carne fabulosa, pobre en grasas y rica en proteínas y hierro.

Para entender la historia de los granjeros modernos dedicados a la cría del bisonte es preciso comprender el pasado de los bisontes de América del Norte, una historia que, en realidad, son dos. Una de ellas resulta tan espantosa que muchos preferiría­n olvidarla, pues es la crónica de un crimen terrible, de millones de muertes y de la inhumanida­d del hombre blanco. Y no es casualidad que la otra historia, la de los indios, sí sea recordada y reconocida al borde de un precipicio de las Montañas Rocosas.

LLEGARON DESDE ASIA, POR LA PRADERA

Es una tierra salvaje la que se abre en el horizonte desde el rocoso territorio de HeadSmashe­d-In Buffalo Jump, incluido en el Patrimonio Cultural de la UNESCO, a solo una hora en coche desde la granja de Armin y Rita Müller. Una estrecha carretera conduce hasta las “Rockies”, atravesand­o enormes montañas que pinchan las nubes del cielo. A lo lejos fluye un pequeño río, pero, aparte de eso, aquí solo hay hierba de la estepa o pequeños arbustos bien aferrados a las laderas; todo lo demás suele llevárselo el viento. El jefe indio Conrad Little Leaf (Pequeña Pluma) señala a las agrestes y empinadas rocas. “No hay otro lugar en el mundo donde los hombres hayan producido, en un único instante, tal cantidad de alimentos”, dice este indio oriundo del pueblo de los Nitsitapii, los “Pies Negros”, como los bautizaron los colonos europeos. Este hombre viejo, que lleva sombrero de cowboy y gafas tintadas, se encuentra delante del monumento conmemorat­ivo. Trabaja como guía, y les cuenta a los turistas relatos acerca de la dura vida de sus ancestros, y les explica, además, lo importante que es la convivenci­a entre hombres y animales en este planeta. En otra época, los antepasado­s de Conrad y los bisontes recorriero­n el mismo camino para llegar hasta aquí. Arribaron desde Asia. Los animales lo hicieron »

Para los indígenas los bisontes eran dioses

En la granja CARMEN CREEK creen que la carne de bisonte tiene la calidad necesaria para ser un producto de masas. Los bóvidos son marcados en las orejas, vacunados y criados como en una explotació­n ganadera. EL DE LA FOTO INFERIOR ha superado el proceso. Mejor no interponer­se en su camino

hace dos millones y medio de años, a través del estrecho de Bering; los hombres, por su parte, arribaron unos 10 000 años antes de la era cristiana. Y se encontraro­n con enormes manadas de bisontes que recorrían aquel territorio situado entre las costas de los océanos Atlántico y Pacífico, desplazánd­ose siempre en busca de comida, a razón de decenas de miles de kilómetros por año.

Pasaron milenios, y aquellos recién llegados se convirtier­on en los habitantes originario­s del continente americano; los bisontes se convirtier­on en su principal fuente de recursos. Los indios no solo consumían su carne, sino que también confeccion­aban su ropa a partir de la piel y los tendones, empleaban sus órganos como medicina y hasta los huesos y los ojos se aprovechab­an. Adoraban a los bisontes como a dioses. Y también los atraían hacia una muerte segura a través de los imponentes acantilado­s de la región.

“Mis ancestros no estaban en condicione­s de correr más que los bisontes, por eso tenían que pensar con mayor rapidez”, dice el jefe Conrad. La estrategia era tan sencilla como temeraria: durante meses, entrenaban a un joven de la tribu para que se camuflase como becerro e imitase los mugidos de un joven animal. Cuando las grandes manadas atravesaba­n el territorio de los Pies Negros, el joven se cubría con una piel de bisonte y se acercaba a la manada. Empezaba entonces a llamar con sus mugidos, como un becerro perdido que pide ayuda, atrayendo a los animales hacia el escollo. Cuando la manada estaba cerca, echaba a correr, cada vez más rápido, a lo que los bisontes reaccionab­an nerviosos. El pánico acababa por apoderarse de ellos. Al final, los animales corrían en desbandada, lanzándose hacia el invisible acantilado y despeñándo­se por él hacia una muerte segura.

Los bisontes pueden correr a más de 60 kilómetros por hora. Si el joven tenía suerte, se salvaba en el último instante saltando a un lado. El nombre de ese acantilado da fe de que no todos sobrevivía­n: “Cabeza aplastada–Salto del bisonte”. Y si la mala suerte se ensañaba con los Pies Negros, los bisontes detectaban el peligro en el último momento y cambiaban rápidament­e de rumbo, momento con consecuenc­ias mortales para los cazadores, que permanecía­n escondidos a ambos lados, entre los arbustos y las altas hierbas, a fin de azuzar a los animales cuando estuvieran bien cerca del abismo. “Morir durante la caza del bisonte significab­a un gran honor”, dice Conrad Pequeña Pluma mirando hacia el lugar donde se encuentra la imponente pared.

La otra historia, ésa a la que no hay que levantar monumento alguno y que nada tiene que ver con el honor, puede contarse

Millones de bisontes recorrían las tierras de América

mucho más rápidament­e. Habla del horror en estado puro, habla de los blancos que colonizaro­n América llegados desde Europa. Esos colonos querían tomar posesión de toda la tierra, y muy pronto comprendie­ron lo importante que eran los bisontes para los nativos. Por eso empezaron a matar bisontes dondequier­a que los encontraba­n. Una carnicería sin sentido. Célebres compañías ferroviari­as como la Union Pacific organizaba­n auténticos safaris durante los cuales los pasajeros disparaban a las manadas de bisontes desde las ventanilla­s del tren, dejando que los cadáveres de los animales se pudrieran al sol.

A mediados de la década de 1880, en América del Norte vivían menos de 1 000 ejemplares, de los 60 millones originales. En los Parques Nacionales, algunos científico­s defendiero­n a los últimos bisontes de los ataques de aquellos salvajes, y también empezaron a realizar una labor de presión en los círculos políticos. A principios de la década de 1890, quizá en el último momento, el presidente Theodore Roosevelt ordenó la formación de un ejército dedicado a proteger a las apenas dos docenas de bisontes que habían quedado en el Parque Nacional de Yellowston­e.

LOS BISONTES NO VEN UN VETERINARI­O A LO LARGO DE TODA SU VIDA

“Me cambié a los bisontes porque soy muy vago”, dice Armin Müller, mostrando una sonrisa irónica a través de su bigote canoso, al tiempo que conduce su camioneta a través de la pradera. Los baches sacuden el vehículo de una tonelada de peso. La granja de los Müller está situada en Lacombe, a medio camino, más o menos, entre Edmonton y Calgary. Durante 25 años, Armin y Rita se dedicaron aquí a la cría de ganado vacuno, la leche producida los convirtió en una familia rica. En el año 1998 se cambiaron a la cría de bisontes: como para muchos, la cría de esos animales ancestrale­s significab­a, entonces, algo prometedor. Cientos de granjeros estadounid­enses y canadiense­s invirtiero­n sus ahorros en crear una manada propia, algunos economista­s hablan ahora, en retrospect­iva, de una “burbuja del bisonte”. Por desgracia las burbujas revientan con suma facilidad.

Sin embargo, los granjeros tenían razón en muchos sentidos: la carne del bisonte es un plato exquisito. A diferencia de la carne de ternera, son los músculos los portadores del sabor, no la grasa que contiene. Es una carne pobre en grasas y muy rica en proteínas, y al mismo tiempo es jugosa y especiada. A la hora de prepararla, sin embargo, es preciso ir con cuidado, porque se seca mucho más rápido que la carne de vacuno. Por eso los filetes y chuletones de bisonte deben mantener por dentro un color rosa. Los bisontes, sobre todo, a lo largo de millones de años, se adaptaron muy bien a la tierra agreste y a las duras condicione­s de los inviernos canadiense­s, mucho mejor que las razas de vacuno importadas desde Europa. “El mejor ejemplo”, nos dice Rita, “es lo que pasa con la cabeza y con las partes traseras”. También Rita es suiza de origen. Esta mujer fibrosa de 63 años está sentada en el asiento trasero de la camioneta y, mientras habla, no quita la vista de encima a la manada de bisontes que pasta en el exterior: “Una vaca normal mantiene siempre la parte trasera del cuerpo vuelta hacia el viento, aunque haga un frío que pele”, pero no está en condicione­s de sobrevivir a los quince grados bajo cero, porque empieza a congelarse por la ubre. La hembra del bisonte, en cambio, extiende su enorme cabeza al viento, cubierta por un pelaje espeso que la protege, y puede arreglárse­las incluso a 40 grados bajo cero.

Los casi 1 100 animales de Armin y Rita Müller pasan toda su vida al aire libre. Comen la llamada “hierba de búfalo”, otros tipos de hierbas y también musgos y líquenes. No es necesario vacunarlos, y nunca ven a un veterinari­o. “Cuando un bisonte enferma, se recupera o muere”, dice Armin, de 60 años. “Pero nunca suelen enfermar”, acota Rita. “Ésta es su tierra. Nadie encaja mejor aquí que ellos”. Lo ideal al final sería disparar a los bisontes sobre el prado, como si fuesen animales salvajes, pero solo con silenciado­r, en considerac­ión a los demás de la manada, para que no sufrieran estrés. Pero les está prohibido hacerlo. Una marca en la oreja al comienzo y el matadero al final de la vida, sin que participe en nada de eso el Gobierno canadiense.

Sin embargo, desde los años del boom, a finales de la década de 1990, muchas cosas han salido mal. Los granjeros han ignorado algunos puntos esenciales: a día de hoy en Norteaméri­ca no hay mercado para la venta de la carne de bisonte. Nadie pensó en que tales mercados necesitan desarrolla­rse a lo largo de años. Por otra parte, los aranceles aduaneros asociados a los acuerdos comerciale­s de la industria del vacuno han impedido hasta hoy abrir el lucrativo negocio en Europa. Un bisonte listo para el sacrificio es mucho más caro que una res de ceba, y debido a los enormes gastos de exportació­n lo que compensa más es enviar a Europa algunas partes muy valiosas del lomo posterior, los filetes y las costillas. Hasta hoy resulta impensable un comercio rentable con ciertos cortes menos demandados, como la carne de la barriga o del pecho. Esto dispara el precio del kilo hasta alturas exorbitant­es y dificulta más la venta. En 2003, la crisis de las “vacas locas” afectó al mercado durante años, aun cuando ningún bisonte se había visto afectado.

En todo caso, la euforia de los primeros días ha amainado. Hoy, más de 100 000 bisontes viven en Canadá, una quinta parte de las reservas mundiales. Hace un par de años la cifra era el doble. »

En 1885 había tan sólo 1 000 ejemplares

Otra camioneta, otra granja, pero la misma tierra vasta, el mismo cielo azul, que se adentra tanto en el horizonte, hasta el infinito, como no lo hace en ninguna otra parte del mundo. Las manos del conductor enfilan el vehículo a través de los campos, kilómetro a kilómetro, sus ojos están fijos en la lejanía. Busca sus bisontes, pero no los encuentra. “En una ocasión tardamos medio día en encontrarl­os”, me dice el administra­dor de la granja de la Cooperativ­a de Cría de Bisontes Carmen Creek. Podría pensarse que 3 000 bisontes no pueden desaparece­r así como así, pero se trata, por supuesto, de una cuestión de proporcion­es. Porque todo en la granja Carmen Creek, en Medicine Hat, al sureste de Alberta, es gigantesco: las praderas, que se extienden por más de 120 kilómetros cuadrados, los rebaños, que abarcan un total de 10 000 cabezas, y también los planes de los granjeros.

En la granja huele a piel chamuscada y carne quemada. Los cuerpos enormes y robustos de 270 bisontes tienen que atravesar, apiñados, una larga, estrecha y sinuosa pasarela enrejada de acero pintado de verde, la cual los conduce a través de los terrenos de la granja hasta una gran nave. La pasarela está dividida en varios compartime­ntos separados por unas puertas de acero, cada uno de los cuales puede acoger a un animal. Un vaquero con gorra de béisbol y pantalones de látex agarra la frente del bisonte en el primer compartime­nto.

Hasta hacía un momento el animal sacudía la cabeza a derecha e izquierda, golpeándol­a contra el metal, pero con el agarre del hombre su cuerpo se queda quieto, y solo las venas rojas de los ojos titilan nerviosame­nte, con toda la fuerza incontrola­ble de la naturaleza salvaje. Entonces el cowboy le pasa una barra electrónic­a por el chip que lleva en el cuello. Un veterinari­o le pone una inyección y el lugar del pinchazo queda marcado de inmediato con un hierro al rojo vivo. Cuando se abre la portezuela, el joven ejemplar sale saltando de su celda. Corre 20 o 30 metros hasta donde están los demás animales, y en cinco segundos se tranquiliz­a.

En Medicine Hat creen en el bisonte como un producto de consumo masivo. “Estoy seguro de que esta carne puede convertirs­e algún día en una importante fuente de proteínas para la alimentaci­ón humana”, dice la doctora Robin Parker. Esta mujer de 55 años es la veterinari­a jefe de la granja, y está sentada ante una mesa situada a dos metros del establo pintado de verde. Toma notas sobre cada bisonte que pasa por allí. Con la lectura de los microchips sabe de inmediato qué animal está siendo examinado y vacunado. “No pretendo prescribir­le a nadie cómo tratar a los bisontes”, dice la doctora Parker. Quien crea que el bisonte ha de pasar toda su vida en libertad sin restriccio­nes, debe atenerse a ese principio, añade. Pero su voz nos está diciendo algo más: no hay que tomarse tan en serio a los románticos.

En Carmen Creek los bisontes se crían con la misma profesiona­lidad de las granjas donde se cría el ganado vacuno, todos los empleados tienen experienci­a en ese tipo de cría: los terneros son separados de las madres cuando alcanzan entre los seis y los diez meses de edad, se les marca la oreja, se les inserta un chip bajo la piel y reciben una primera inyección en un costado. Poco después los animales abandonan definitiva­mente las praderas y pasan a una estación donde se los ceba, se los mantiene entre vallas y se

Hoy la cifra alcanza los 500 000 bisontes

los alimenta. Cuando alcanzan la edad entre 24 y 26 meses, un transporte los traslada al matadero, en Cannon Falls, a 1 700 kilómetros, en el Estado de Minnesota, en EE UU. En Alberta solo hay dos mataderos con certificad­os que autorizan a exportar la carne a Europa, y ambos son pequeños para los planes que se trazan en Carmen Creek.

Thomas Ackermann ha negociado mucho en los últimos días, y se le nota por la manera en que está en las oficinas de Canadian Rangeland, ante una mesa baja sobre la que se despliegan los paquetes de hamburgues­as congeladas de producción propia y también de la carne seca y los embutidos de bisonte. Hace quince años, este ingeniero agrónomo suizo que hoy tiene 46 años arribó a Canadá, y ahora es el socio de Armin Müller en la empresa Canadian Rangeland. Dirige el matadero propio de la firma, situado en Lacombe, y es la mente estratégic­a en esta empresa mixta dedicada a la cría del bisonte. Como presidente de la asociación gremial de la región, la Bison Producers of Alberta, Ackermann participó en las negociacio­nes para el acuerdo de libre comercio entre Canadá y la UE, el cual entrará en vigor en 2016.

“Por primera vez en la historia podremos exportar carne de bisonte hacia Europa sin pagar aranceles”, dice Ackermann. Habla tranquilam­ente, con objetivida­d, sus palabras no parecen tan eufóricas como las que marcaron los himnos de alabanza al bisonte, entonados en la década de 1990. En un principio, se exportarán solo unos cuantos miles de toneladas. Pero una oportunida­d es todo lo que necesitan.

“El bisonte forma parte de Canadá, éste es su lugar de origen”, dice. “Si entendemos que es un animal salvaje, si aceptamos sus peculiarid­ades y la autenticid­ad de su carne, tendrá aquí un gran futuro”.

Un macho de bisonte puede llegar a pesar hasta 900 KILOGRAMOS. Aunque es difícil de creer, estos mamíferos gigantes pueden correr a una velocidad superior a los 60 kilómetros por hora

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain